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domingo, 31 de mayo de 2009

n.0

¿No se cansan de escuchar a gurúes de internet exclamar con cada maldita herramienta nueva que aparece "¡ahora sí, ahora sí es una revolución!"? Un día fueron los blogs, otro día el Twitter y ahora la buena nueva es Google Wave. Debe ser algún tipo de sindrome: la pasión por la eterna novedad o la eterna juventud. O la versión n.0 de Sherezada: dame una nueva aplicación cada día para seguir viviendo.

Tengo la impresión de que la única revolución real que ha habido con internet -que ni siquiera se podría decir que es nueva- es que la cultura "lo quiero todo gratis" se ha vuelto una inevitabilidad. Al diablo: ni Playboy ha podido sobrevivir. Porque en cuestiones comunicativas lo único que me ha sucedido es que, a esa gente que alguna vez la tuve en el gmail, la estoy sacando ahora de a pocos. No hay ninguna duda: soy un antisocial de las redes sociales. Cuando inventen el Google Mind (la herramienta que administrará nuestras comunicaciones telepáticas) recién podré decir: he aquí una verdadera revolución. Aunque quizás no.

Una fábula sobre las herramientas: recuerdo que de niño me gustaba mucho escribir a lápiz en mis cuadernos (y me refiero al lápiz, al carboncillo, porque cuando en cierto grado debimos todos los alumnos cambiar al lapicero o la tinta, yo me deprimí un poco). Sentía fascinación por el dibujo de la letra, por la caligrafía. Solía además cambiar de letra a cada rato, desafiando los más elementales y esotéricos principios de la grafología (o quizás confirmándolos), porque tenía la seguridad de que la forma de algún modo determinaba el contenido (en la adultez esa fijación se ha mantenido con la tipografía). Letra grande, letra pequeña. Letra muy grande o letra de pulga. Textos con mayúsculas gigantescas, o con trazos puntiagudos o redondos. La aparición de la "y", la "w", la "z" o la "g" significaban para mí pequeños retos que exigían, según fuese el texto o el curso, una resolución diferente: podía animarme por líneas rectas o curvas, por una panza más pronunciada o más pequeña. Intenté varias versiones de la "g" sin que ninguna me llegara a gustar del todo (esta insatisfacción en el dibujo de las letras se ha mantenido también de grande: con la renovación de mi DNI cambié mi firma por completo hace unos meses atrás).

Inmerso en esa pequeña obsesión descubrí ciertas cosas: no todos los lápices eran iguales. No todos se sentían igual, ni todos dibujaban la letra por igual. Cuando veía que compañeros llevaban un lápiz llamativo distinto al usual pedía probarlo para ver si se adaptaba mejor a mis necesidades o a mi "grip" (mi grip caligráfico ha cambiado con el tiempo, varias veces). 

Y así transcurría la vida de colegio en sus primeros años hasta que un buen día llegó lo que a mí me pareció el lápiz que iría a matar a todos los lápices anteriores, la más admirable y apetecible versión de esa sencilla herramienta con la que sin duda mis textos escolares sufrirían un cambio de 180 grados, una revolución, un upgrade notable en su nivel de inteligencia, claridad y presentación. Cuando vi que un amigo sacó tal evento mágico de su mochila, abrió su cuaderno y empezó a escribir con él lo que sentí fue epifánico. Casi se lo robo, pero preferí pedir uno en casa, imagino que con algún berrinche escalofriante. Ese lápiz debía ser mío. ¿Qué cláse de adminículo era éste?

Lo que vi fue un lápiz de 40 o 50 cm. Larguísimo, interminable, majestuoso. Era un lápiz que, aunque cogido con cierto esfuerzo por tres pequeños dedos en el extremo inferior, danzaba en el superior al vaivén de los trazos, ayudado por una especie de mechón o pluma que la brisa del conocimiento hacía aún más atractiva. Lápiz maravilloso. Era mi versión chancona del zumbayllu arguediano. Y era, además, una herramienta -así me lo parecía a mí- que jamás moriría, que jamás podría gastarse: porque ¿cuántas páginas cabrían en ese lápiz, cuántos cuadernos? ¿Podría durarme todo un año?

Esas preguntas solo tendrían respuesta si tuviese un lápiz así. En la librería descubrí que ese gigantismo del carboncillo tenía varias versiones: versiones que se podían doblar o deformar a placer, versiones más gruesas, o hasta ridículamente más delgadas. Elegí, creo, una versión estándar de esos nada normales lápices que me convertirían automáticamente en un escriba liliputiense.

Fui feliz, por supuesto. Pero lo que no recuerdo es cuándo terminó tal ola de entusiasmo. 

Quizás terminó el día en que, apremiado por terminar una tarea, me percaté de que si usaba un lápiz común y corriente, acabaría más rápido. En la TV pasaban mis dibujos favoritos y no me los quería perder. Qué poco fiel resulté.







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