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domingo, 10 de enero de 2010

La Biblia y los niños

Voy leyendo de a puchitos, como si me comiese un panetón, "Caín" de Saramago. Es probable que escriba una reseña del libro, aunque no debería prometer nada porque no suelo cumplir. Solo este adelanto: "Caín" parece la novela que le hubiese encantado escribir a Richard Dawkins, el mismo que sentencia que creer en Dios es como creer en el Tallarín Volador. Cuando el etólogo hace esa comparación se refiere, sobre todo, al Dios del Antiguo Testamento, al irascible, al neurótico, al psicópata, al asesino. Es ese dios que se discute en "Caín" en boca del protagonista y en los comentarios intrusos del narrador.

Los episodios bíblicos que se reescriben son clásicos y muy conocidos, y Saramago les aplica la lógica del escéptico moderno en un gesto que, aunque anacrónico y no muy original, siempre es divertido (aunque sospecho que solo para el ateo; qué reacción podría tener un creyente, pues no lo sé). Por ejemplo: ¿Por qué Dios le pidió a Abraham que matase a su hijo? ¿Tan importante era la vida sexual de los sodomitas para que Dios destruyese Somoda y Gomorra? Y el episodio con el que la novela se inicia: ¿por qué Dios detestaba tanto a Caín, al punto que prácticamente lo obligó al fraticidio?

La novela, vista así, es una seguidilla de juegos hipotéticos de escenografía bíblica que cuestiona nuestros razonamientos morales. Como adultos la incoherencia y crueldad del Dios del Antiguo Testamento no deja mayor lugar a dudas. Cualquier tribunal le daría la pena máxima. Pero no podía dejar de pensar, mientras leía "Caín", que estas historias las conocemos desde niños. Y al menos yo las conocí sin mayores censuras. ¿Noé no se acostó con sus hijas? ¿La esposa de Lot no quedó convertida en sal solo por mirar atrás? ¿Por qué Moisés no llegó a la tierra prometida solo por la tontería de no tener suficiente fe cuando sacó agua con los golpes de su báculo?

Pero no recuerdo haberme sentido particularmente impresionado por estas desproporciones morales. Al contrario, me sentía profundamente fascinado. Es más, recuerdo haber tenido un libro para niños donde se narraban muchas de estas historias con las correspondientes referencias originales. Y siguiendo estas referencias peiné muchísimas páginas de la Biblia. Y, en efecto, leerla fue siempre una lectura extrañísima. Leer de niño que Dios prohibía mantener relaciones con animales era algo tan exótico que no cabía en mi imaginación. ¿Por qué alguien querría frotarse con una gallina o una oveja? ¿Por qué Dios tenía que prohibir eso precisamente?

Pero también estaba el asunto de la crueldad. Y, hay que ser sinceros, la crueldad no es asunto que a los niños les preocupe demasiado. ¿Destruir dos ciudades con fuego? ¡Perfecto! Cada tarde uno destruía ciudades enteras, acribillaba infinidad de muñecos -que representaban personas- con una metralleta o simulaba accidentes aparatosísimos donde todos terminaban seccionados en varias partes. La crueldad infantil es muy parecida a la crueldad del Yahvé del Antiguo Testamento: hiperbólica, injusta, desmedida, irracional, incoherente. Sí, nos gustaba que los buenos ganaran, pero los buenos siempre éramos nosotros, los niños elegidos, el ombligo del universo. ¿Es que es posible encontrar otro personaje con el que pudiésemos identificarnos más? De niños, Dios es nuestro amigo.

Así que jamás cuestioné a Yahvé. Pero nunca, ni una sola vez. Si a él le parecía bien que Job sufriese como si fuese un hámster de laboratorio, pues alguna razón última perseguiría. Yo no era nadie para cuestionarlo: de niño uno confía en la autoridad de los mayores con ceguera fanática. Es necesario: de esa obediencia depende nuestra supervivencia. Y Dios era la autoridad mayor. Yo le rezaba y, si algo malo me pasaba, algún designio misterioso perseguía, alguna lección compleja debía entreverse entre sus hilos divinos.

Luego pasa lo que tiene que pasar: crecemos. Llega la adolescencia y de creerle todo a los mayores uno pasa a no creerlas nada. Y Dios, por supuesto, está en ese mismo paquete. La adultez, entonces, viene a ser una especie de negociación entre ambos extremos: un constante vaivén entre la necesidad de cuestionar y esa otra e importante necesidad de tener algunas verdades con las cuales construir nuestro mundo y, sin las cuales, no podríamos vivir. Pero esa es mi versión de la adultez. Algunos dicen que nunca hay que matar al niño que llevamos dentro. Yo lo liquidé hace mucho.





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