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jueves, 30 de septiembre de 2021

La política del pizarrón y la política de la realidad

Una de las cosas más importantes aprendidas durante la pandemia del coronavirus es que hay una gran diferencia entre las políticas públicas que uno puede dibujar sobre el papel y aquellas que se pueden implementar en la realidad. Las medidas de prevención para evitar el contagio quedaron muy claras desde inicios de 2020: lavado de manos y distancia social. El problema a resolver, por supuesto, era cómo llevar esa teoría mínima a una práctica masiva. Como la Organización Mundial de la Salud solo puede recomendar qué hacer y no obligar, cada país puso en marcha diferentes estrategias. No hubo ningún país igual a otro, porque cada uno tuvo que prestar mucha atención a sus propias capacidades materiales e institucionales por un lado, pero también a las variables culturales de sus propias poblaciones.

Frente a la emergencia, por ejemplo, rápidamente entró en el debate la conveniencia de las cuarentenas radicales o lockdowns. La idea era que, si todos se quedaban encerrados en sus casas, el virus no tendría dónde ir. Fácil de decir, pero complicado de realizar, y mucho más aún si el país que aplicaba la medida era pobre. El resultado fue que cada país interpretó el lockdown a su manera.

En el caso del Perú, disponer la obligatoriedad de la cuarentena (copiando lo que se había hecho en Wuhan primero y en Europa después) fue imposible de implementar con éxito en la realidad. Esto se debió al enorme número de personas que no podía quedarse en casa porque necesitaba salir a trabajar. El teletrabajo fue (y sigue siendo) un privilegio para unos pocos. Se evidenció así una gran distancia entre las teorías de pizarrón y la realidad. En este punto en particular, el gobierno peruano falló significativamente. En lugar de responder eficientemente a la emergencia sanitaria —nunca pudo contener el virus con el encierro— lo que provocó fue un cataclismo económico.

Sin embargo, los países de ingresos medios o pobres no tienen todo en contra. En Perú, una de las medidas que sí funcionó a la perfección fue el uso obligatorio de las mascarillas, debido a la gran disposición de la gente para usarlas en todo momento. A diferencia de lo que se ha visto en el primer mundo, en Perú hubo menos protestas por la obligatoriedad de la medida. Esta variable cultural —que deberá ser explicada en algún momento— resultó muy favorable en la lucha contra el virus. En resumen, un buen diseñador de políticas públicas en Perú debería tomar en cuenta el mapa cultural peruano y las variables culturales de cada región, ya sea urbana o rural, para ordenar medidas que se adecúen a la realidad sobre el terreno.

Con la pandemia, ha quedado clara la tensión existente entre la teoría y la implementación. Sin embargo, dicha tensión existe en cualquier tipo de teoría que deseemos aplicar a la realidad, incluyendo, por supuesto, grandes teorías políticas como el monarquismo, el liberalismo, el socialismo, e incluso el comunismo, entre muchas otras. Todas estas ideologías aspiran a la universalidad, y aunque pueden ser perfectamente coherentes en el papel, es en la implementación donde se enfrentan a la realidad. Como dicen los amigos norteamericanos, "one size doesn't fit all" (una talla única no se ajusta a todos).

Por ejemplo, cualquier historia del comunismo revela que no ha existido un comunismo idéntico a otro. Los diferentes comunismos siempre han tenido sus particularidades y han ejercido mayor o menor sofocación a la libertad individual. Esta variabilidad de comunismos aplicados a la realidad es el pretexto que utilizan los ideólogos actuales para argumentar que su ideología nunca se ha aplicado en ningún momento de la historia. Sin embargo, la falta de una existencia ideal del comunismo se debe más a las resistencias culturales de cada lugar donde se ha intentado imponer que a la falta de voluntad política para implementarlo. Por cierto, este argumento también va en sentido contrario: la ausencia de un comunismo ideal en la realidad no es una razón para afirmar que el comunismo "no existe", o que no representa ningún peligro, o que no se puede aplicar. Los opositores del comunismo no deberían apresurarse a descartarlo, porque la posibilidad de implementarlo sigue existiendo. El pizarrón del comunismo existe.

¿Cómo definir entonces lo cultural, esa suerte de principio de realidad en torno al cual las políticas públicas o las ideas políticas buscan trabajar? Se podría definir de manera sucinta como la mezcla de creencias, hábitos y costumbres de una población. Este entramado es tan complejo y persistente que cualquier diseñador de políticas públicas o político que desee tener éxito debería trabajar con él, en lugar de ir en su contra. Visto así, la buena política debería ser más como un viaje en velero, donde se aprovechan las corrientes y los vientos culturales, que como un viaje al centro de la tierra montado sobre una perforadora hidráulica. Por supuesto, siempre es necesario y deseable cambiar los malos hábitos o las feas características culturales (el machismo es un ejemplo que viene rápido a la cabeza), pero estos cambios deben ser propensos al sano contagio social, no completos ni "integrales" como los que ansían los totalitarismos. Cualquier llamado a la "refundación", a un "nuevo pacto social" o a "cambios estructurales" debe verse con mucha sospecha, ya que son llamados a usar la perforadora hidráulica. 

Pensemos en cualquier política pública y su relación con la realidad. No es lo mismo, por ejemplo, el problema de la migración en España, en Alemania o en Estados Unidos. Tampoco es lo mismo en Perú. En nuestro caso, hemos visto que la enorme migración venezolana, más allá de su tragedia de origen, no solo ha sido beneficiosa económicamente, sino que también ha tenido éxito en su recepción y asimilación cultural. Es obvio que la cercanía cultural que existe entre peruanos y venezolanos, los mismos orígenes hispanos, el mismo idioma y la misma mayoritaria religión, ha sido el sustento de este éxito y de los muy aislados casos de resistencia o xenofobia. Así las cosas, tomar como ejemplo políticas migratorias restrictivas de países de primer mundo no es lo más razonable. Acelerar la regularización de esos migrantes, como recientemente el presidente Duque ha confirmado que hará en Colombia con los venezolanos, lo es mucho más. Se puede ser fraterno, justo y provechoso a la vez. Para lograrlo, hay que saber leer los vientos culturales locales.

En medio de cada tormenta política, muchos politólogos explican el poco apego por la democracia que tienen los países latinoamericanos con la variable cultural. Se dice que nuestros países son democracias precarias, aún no consolidadas, y que una extraña fatalidad siempre nos empuja hacia abajo. Hay algo de verdad en eso. ¿Nos iría mejor con el autoritarismo que con una democracia liberal de altos valores cívicos? Probablemente, pero eso no significa que, por descarte, nos vaya mejor con el socialismo o el comunismo. Si las democracias desean consolidarse y tener éxito en Latinoamérica, están obligadas a achicar la distancia que existe entre el pizarrón y la realidad. Una democracia no solo es ingenua cuando no se defiende, sino también cuando se queda parapetada en su atalaya de idealismo sin ningún respeto por la realidad. El arte de gobernar es finalmente saber navegar teniendo en una mano lo universal y en la otra lo particular.






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