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viernes, 21 de febrero de 2020

Una nota adicional a "Mandíbula"

En la reseña de Mandíbula me faltó colocar algunas ideas. Por ejemplo, la representación de las clases acomodadas. La novela no abunda en detalles sobre cómo es la vida de las clases acomodadas ecuatorianas (no es su objetivo, claro está), pero dice mucho que sean precisamente los ricos los que estén envueltos en estos contactos con lo maligno. Quizá algunos vean en esto un comentario de coyuntura, donde los acomodados del s. XXI son cada vez más vilipendiados desde todos los sectores, cultos y populares. Pero quizá la novela sea solo fiel al género gótico. En el terror gótico los nobles, las familias aristocráticas, los ricos, suelen ser las víctimas de maldiciones, profecías y fantasmas. Era una forma de representar su decadencia. Desde una perspectiva más cultural, en una novela como El retrato de Dorian Gray de fines del XIX, el joven rico criminal era además un representante del decadentismo. El decadentismo es una suerte de “espiritualización de los sentidos”. En la novela de Wilde, Gray se propone ir detrás de un nuevo hedonismo que se oponga al puritanismo victoriano de su entorno. Vive fascinado con la vida a medialuz, las sensaciones extrañas, las drogas, lo anormal. Así expresado, las aspiraciones de Gray no están muy lejos de los valores Annelise y Fernanda de Mandíbula, un “decandentismo” probablemente más punk, esencialmente bebido de internet, pero igualmente transgresor y disruptivo de la normalidad de uniforme de un colegio del Opus Dei. Al igual que Dorian Gray, ambas chicas desean escandalizar. En suma, los ricos y lo gótico siempre han combinado bien. 

domingo, 16 de febrero de 2020

"Mandíbula" de Mónica Ojeda

Mandíbula (2018) empieza con un buen shock y lo que parece el arranque de un thriller policial: una adolescente llamada Fernanda despierta amarrada boca abajo sobre el suelo de una casa en penumbras. Es un secuestro. Pero a medida que se nos suelta más información la escena empieza a ser más extraña. La secuestradora no es una vulgar delincuente, sino una de las profesoras de la adolescente. Fernanda es estudiante de un colegio de élite vinculado al Opus Dei y Carla es su profesora del curso de Lengua y Literatura. Al final de ese primer capítulo, la joven Miss, que se viste como monja y tiene una mandíbula prominente, le dirá a Fernanda en tono amenazante que hablarán sobre lo que ella hizo.

A lo largo de la novela nos iremos enterando qué tipo de relación tienen alumna y profesora. Uno es tentado a imaginar algunas truculencias, pero Mandíbula tiene varias sorpresas bajo la manga. Porque un error que el lector puede cometer con esta novela de la ecuatoriana Mónica Ojeda es leerla bajo convenciones realistas. Llegué a Mandíbula sin saber absolutamente nada de su contenido —pero sí de su buena fama— y me tomó unas páginas comprender que sus inverosimilitudes encajan mejor con el horror, lo gótico y paranoide de muchos relatos del maestro Edgar Allan Poe. La novela se ambienta en un Guayaquil contemporáneo, pero sin mayores especificidades espaciales o temporales. Mucho de lo relatado sucede en un colegio para hijas de familias acomodadas, pero no se intenta hacer mayor sociología sobre la educación de los ricos. Esto es un mérito. Cabalgando entre el realismo y el delirio, la novela deja al lector siempre perplejo sobre las motivaciones de los personajes.

La historia no es cronológicamente lineal. Empieza con el secuestro de Fernanda y de ahí irá revelando episodios del pasado. Por un lado se nos contará la vida social de Fernanda en el Colegio Bilingüe Delta, High School For Girls. Por el otro, el extravagante historial de Miss Clara, una solitaria profesora de Literatura que sufre un severo trastorno de ansiedad. No hay un solo punto de vista, sino diversos narradores: omniscientes en tercera persona, omniscientes limitados, en primera persona, o pasajes sin narrador alguno salvo la presentación de diálogos descontextualizados como si fuesen fantasmales guiones teatrales. Sin duda hay una vocación experimental, reminiscente de las técnicas de algunas novelas del boom (hay momentos que me recordaron a ese Vargas Llosa que un mismo párrafo puede saltar en el tiempo sin perder la coherencia de lo relatado). La inquietud narrativa logra que la novela sea una suerte de mosaico inestable, uno que carece de una voz autorizada que nos diga exactamente dónde está la razón y dónde la locura.  

Las protagonistas son sobre todo tres: Fernanda, la alumna secuestrada; Clara, la enferma profesora secuestradora; y Annelise van Isschoot, la mejor amiga de Fernanda, el eslabón que une los destinos de profesora y alumna y que, como una hiedra venenosa, irá copándolo todo en la novela. Annelise es fanática de las películas y cómics de terror, pero sobre todo de las “creepypastas”, aquellas historias de susto virales nacidas de la creatividad colectiva de internet. Annelise sueña con crear una historia similar a la de Slenderman, un clásico del horror originado en las redes, y usará su imaginación para, primero, asustar a sus amigas en pequeñas reuniones que organiza junto a Fernanda. Pero lo que empieza como juego deviene rápidamente culto. Annelise empezará a imponer retos en una seguidilla de ceremonias de iniciación que pone a prueba los límites de las quinceañeras: caminar sobre una baranda, caminar a cuatro patas, lamer lo que a cualquier persona le causaría repugnancia. Las amigas dudan de que la enfebrecida imaginación de Annelise sea solo ficcional. Ella habla de que desea invocar al Dios Blanco, una entidad que está más allá del bien y del mal.

Si lo narrado no queda en lo anecdótico es porque Ojeda no intenta realmente recrear con su lenguaje el mundo escolar. Las quinceañeras están muy lejos de pensar y hablar como quinceañeras. Y, para el caso, tampoco Miss Clara parece una maestra de secundaria. Los personajes funcionan mejor como arquetipos que canalizan los imaginarios que la novela construye y explora: la pubertad como metamorfosis, las relaciones caníbales entre madre e hija, la violencia entre mujeres. No son temas que estén soterrados. Trama y significaciones se enlazan en la superficie continuamente, en un estilo por momentos densamente literario, simbólico o llanamente misterioso. De la profesora Clara se dice en una parte: “Su cuerpo encarnaba un logos inmolado, un lenguaje en donde el verbo no podía erguirse”. En una de las sesiones con sus amigas, Annelise plantea que uno de los objetivos de su culto es “hacer una teología del Dios Blanco”. En la novela, entonces, no será extraño cruzarse con pasajes que poseen cierto aire bíblico, apocalíptico, donde las explicaciones solo acumulan más preguntas. Si la novela toma algo del género young adult, lo hace con ambiciones seriamente intelectuales y literarias. 

La estrategia es un arma de doble filo. El lector a veces perderá impacientemente el hilo de la racionalidad detrás de las acciones. A veces su curiosidad irá en aumento. ¿Qué es aquello que Fernanda hizo que desata la ira y el descontrol de su profesora? El valor de la respuesta no está necesariamente en cómo la novela resuelve su historia, sino en la elaboración de un universo pleno de terribles constataciones: la adolescencia femenina como una transformación que despierta apetitos malsanos, la relación mimética entre madres e hijas, la sexualidad como una zona prohibida cuya exploración termina en el horror. Y, claro está, la mandíbula —o la dentadura— como un motivo insistente que nos recuerda la tenue separación entre lo animal y lo humano.

Mandíbula no es una novela cómoda de leer, pero nunca pierde de vista su vinculación con el horror como género literario. Annelise y la profesora Clara se vuelven cómplices precisamente en la literatura y, a su desquiciada manera, son rendidas admiradoras de Poe, H.P. Lovecraft o Stephen King. Con ellas, la literatura es el horror mismo.


3.5/5




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