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viernes, 1 de septiembre de 2023

Es hora de hablar del perro Motita

El "pet parenting" está cada vez más extendido en el mundo y también entre los peruanos. En una nota desde Brasil de la BBC, mujeres con pareja y mascota explican que la expectativa de tener hijos es, para ellas, una "imposición de la sociedad". Sin embargo, no llegan a explicar por qué optan por tener una mascota en lugar de elegir la menos impositiva de todas las opciones, como quedarse sin nadie a quien cuidar.

Es curioso que el sociólogo entrevistado en el artículo vea la paternidad de mascotas como un fenómeno esencialmente femenino (supongo que por corrección política no se utiliza la expresión "maternidad" de mascotas). También es curioso que algunas feministas radicales, a la par que niegan la existencia de un "instinto maternal", mimen a sus mascotas y se refieran a ellas como "hijos". ¿Ante qué fenómeno estamos exactamente?

Durante la pandemia, las adopciones de mascotas aumentaron exponencialmente como una forma de combatir el estrés del encierro y la soledad. Por supuesto, las personas son libres de elegir lo que más las haga felices, pero hasta hace poco, una idea fundamental para los expertos en mascotas era recomendar a los dueños que nunca "antropomorfizaran" a los animales. Es decir, que no consideraran a los perros o gatos, de ninguna manera, como seres humanos. En otras palabras, las mascotas no pueden ni deben ser consideradas “hijos” (salvo de manera metafórica). Además, es en el mejor interés del animal y su propio bienestar que no se le considere un ser humano.

Ya sea que hablemos de un "hijo" de cuatro patas o de una mascota, el buen cuidado de un animal es responsabilidad absoluta de los seres humanos a cargo. Ese buen cuidado incluye reglas básicas de urbanidad para una mejor convivencia entre todos. Por ejemplo, las enormes cantidades de caca que últimamente se pueden encontrar en las aceras de Lima son indicativas de que todavía estamos lejos de comprender lo que implica tener una mascota. Pero para tener una conversación seria sobre Motita, primero debemos ponernos de acuerdo en lo mínimo indispensable: Motita es un miembro animal de una familia humana, es decir, pertenece a otra especie.


jueves, 17 de agosto de 2023

La película "Oppenheimer", una reseña

Si prestamos atención a sus momentos culminantes, la última película de Christopher Nolan contiene en realidad dos películas. Estas dos películas suman, comprensiblemente, tres horas. Una de estas películas es mejor que la otra.

"Oppenheimer" relata la historia de cómo el físico teórico Robert Oppenheimer se convierte en el director del Proyecto Manhattan, el célebre programa militar secreto estadounidense que desarrolló la primera bomba atómica durante la Segunda Guerra Mundial.

Como se sabe, a principios de los años cuarenta y en pleno conflicto bélico, Estados Unidos temía que los científicos del Tercer Reich crearan una bomba de enorme potencia basada en los últimos descubrimientos de la física, y que con ella no solo ganaran la carrera nuclear, sino también la guerra para Alemania. El Proyecto Manhattan se organizó a contrarreloj y logró su objetivo de fabricar la bomba antes que los nazis. Esta hazaña intelectual, científica y militar, irónicamente, nunca fue empleada contra los alemanes.

Esta es la primera película que narra "Oppenheimer", y es brillante. Es conocido que la sensibilidad de Nolan es épica, y quizá sea ocioso enumerar las virtudes técnicas de esta película. Basta con decir que el espectáculo está asegurado. Pero más allá de lo virtuosamente técnico y material, "Oppenheimer" logra sobre todo mantener el interés gracias a la gran actuación del misterioso Cillian Murphy en el papel del científico. Oppenheimer no es un personaje fácil de entender. Es complejo y contradictorio, frío sentimentalmente y apasionado científicamente a la vez. Le lleva largos minutos enlazar su genialidad abstracta en la burbuja universitaria del inicio con el aterrizaje forzoso de la ciencia aplicada en la urgencia de una guerra. Esta transformación que Murphy logra con su personaje es lo mejor de la película. El "nerd" de las fórmulas se convierte verosímilmente en un soldado comprometido en el frente intelectual de la batalla. 

Es evidente que Nolan simpatiza con Oppenheimer. Narra su ascenso como una aventura que nos obliga a identificarnos con la misma emoción que sienten las luminarias científicas convocadas en el Proyecto Manhattan al concebir y crear un arma de destrucción masiva que confirme sus teorías. Evita, eso sí, dar confusas lecciones de física. Lo que hace es guiarnos a través de la complejidad logística de armar un equipo de trabajo, levantar un laboratorio en medio del desierto del tamaño de un pueblo del lejano oeste y hacerlo funcionar. En la película hay admiración por esta ambición a prueba de derrotismos (no descarto una admiración por la ética de trabajo americana). Cuando la bomba finalmente explosiona en la primera prueba exitosa en medio del desierto de Nuevo México (una escena memorable), uno no puede sino maravillarse de cómo lo que se escribió con fórmulas en un pizarrón se vuelve realidad. El momento apoteósico, una nube de llamaradas en forma de hongo tejiéndose en medio de la oscuridad, se corona con aplausos y felicitaciones mutuas entre científicos y militares. Evidentemente, Nolan nos está manipulando, ya que el éxito del Proyecto Manhattan tiene un reverso sombrío: las miles de muertes futuras en Hiroshima y Nagasaki. Hasta aquí la primera película.

La segunda película que relata Nolan es lo que ocurrió con Oppenheimer después de Hiroshima y Nagasaki. El científico que jugó a ser Prometeo, plenamente convencido de sus ideas y poder, cede paso al ser humano vulnerable y contrariado por las consecuencias mortales de la guerra. Siguiendo la historia de la película, estas dudas públicas le causan a Oppenheimer problemas con el gobierno. Se sospecha que podría ser nada menos que un espía comunista. Sin embargo, la trama aquí se vuelve abstrusa. En esta segunda parte, "Oppenheimer" deja de ser contada con imágenes y prefiere hacerlo con palabras y discursos en audiencias congresales y comisiones investigadoras de interrogatorios agresivos. No tiene mucho sentido desenredar la madeja. Además, aunque he dividido la película en dos, las dos partes de Nolan no se muestran consecutivamente; están entrelazadas y de manera a veces caprichosa (hay escenas en blanco y negro que no se refieren al pasado, como suele ser la convención en el cine, sino al futuro). Nolan exige demasiado a su espectador, quizás creyendo que, como él, ha revisado la película cientos de veces en la sala de edición. Los diálogos suelen presentarse a toda velocidad y los dilemas morales que la película va sembrando, tan complejos como una ecuación de física cuántica, deben resolverse, con los múltiples cortes y saltos en el tiempo, tan rápido como sumar dos más dos.

Pero las intenciones quedan, grosso modo, claras. Nolan desea que contrastemos al Oppenheimer que imagina una bomba teórica con el Oppenheimer después de las incineraciones reales en Japón. El científico atrevido de la primera parte se convierte en un opinólogo arrepentido en la segunda. Las opiniones públicas de Oppenheimer chocan, por supuesto, con el establishment bélico, que busca destruir su reputación. Si bien la lealtad del físico a los EEUU queda fuera de toda duda, no ocurre lo mismo con su confianza en la ciencia y la búsqueda ciega de conocimiento prohibido. La película añade así más pisos a su torta y pierde consistencia y convicción. Nolan es mucho más eficaz cuando muestra al Oppenheimer lleno de espíritu emprendedor, una mezcla de Edison con Ford, que al confundido y débil filósofo de la edad otoñal en un proceso interno difícil de representar en imágenes. Por eso, y antes que ceder al facilismo retórico, Nolan se ve en la necesidad épica de concluir su película con un big bang, un subrayado quizás demasiado moralista (o "woke"): la imagen de la Tierra envuelta en llamas como resultado de las armas nucleares.

Dicho lo anterior, "Oppenheimer" es una de las mejores películas que he visto de Nolan y logra ser entretenida hasta donde pueden ser entretenidos los interrogatorios del Congreso estadounidense. Al final, la gran pregunta que queda en el trasfondo es: ¿habríamos nosotros también creado y lanzado una bomba atómica para terminar una guerra? La película quisiera que respondiéramos que no.


8/10



miércoles, 16 de agosto de 2023

¿Es posible la existencia de un Milei peruano?

Seamos serios. Cualquiera que observe a Milei durante cinco minutos se percatará de que su lema de campaña es: "¡Viva la libertad, carajo!" No obstante, no se trata de cualquier forma de libertad. La libertad de Milei está enmarcada en un contexto: el amplio estatismo argentino del cual dependen millones y que es tan complicado de desmantelar. En Perú, por el contrario, el 75% de la población es informal, el estado "libertario" más elemental imaginable. El peruano informal no depende de nadie y hace lo que le place. La ley le importa muy poco. Un Milei peruano, si existiera, terminaría hablando en una plaza vacía porque sería incomprensible: ¿libertad para qué?

Si un Milei peruano existiera, tendría que apelar a un discurso diferente utilizando un vocabulario distinto. Debería hacer entender a sus votantes por qué esa informalidad es solo aparentemente libre. En realidad, un informal vive esclavizado por su marginalidad porque es incapaz de generar riqueza. He aquí un dato terrible: si un peruano no ha ingresado al sistema formal antes de los 30 años, no lo hará jamás. Un Milei peruano tendría que exhortar: "¡ingresa al sistema, carajo!"

Si lo pensamos bien, Perú ya tuvo a su propio Milei: se llamó Mario Vargas Llosa, quien en plenos años ochenta no era solo un liberal, sino un liberal a ultranza que emergió como un meteorito en un sistema político fuertemente estatizado. Por esta razón su partido se denominó -acertaron- Libertad. Vargas Llosa fue sumamente disruptivo en su momento, llegando incluso a proponer la privatización de toda la educación. Sus opositores de izquierda, al igual que ocurre hoy con Milei en Argentina, advertían que si Vargas Llosa ganaba, el Perú enfrentaría un apocalipsis. A fines de los ochenta se sostenía que el Perú no estaba listo para el shock liberal y que millones morirían de hambre.

La campaña del miedo surtió efecto y en las elecciones de 1990 Vargas Llosa perdió. Sin embargo, si Vargas Llosa hubiera sido tan desinhibido como Milei, si hubiera soltado varios "carajazos" en sus mítines y si hubiera mandado a los zurdos a la misma m, como hace Milei, les aseguro que habría ganado. Vargas Llosa perdió porque nunca habló en la plaza como la gente común. Se dirigió a un peruano pensante y racional que no existía.

Por lo tanto, si la existencia de un Milei peruano no tendría sentido en nuestras circunstancias actuales de asfixiante informalidad, ¿por qué nuestras derechas se han vuelto tan "guaripoleras" de Milei? Mucho me temo que no es por las ideas económicas del argentino. ¿Acaso han escuchado a Porky citar a Friedman o a Hayek alguna vez? Lo que realmente seduce a nuestras derechas es ese escuálido programa conservador de Milei, como su oposición al aborto y su plan de someterlo a plebiscito. También, las seduce su oposición a la ideología de género, a la ESI y al Ministerio de la Mujer. Nuestras derechas se conforman con la "batalla cultural", pero apenas demuestran interés por la batalla económica. Es necesario pedirles que se interesen por ambas.


sábado, 12 de agosto de 2023

Soda Stéreo + Cerati

Aquí se puede leer una extensa nota de la Rolling Stone que repasa toda la discografía de Soda y Cerati. Un repaso siempre necesario (con buena pluma) para un material clásico. Después de haber terminado de leer "El año de Artaud" de Sergio Pujol, me queda claro que el mayor aporte de Cerati fue separar el rock-pop de lo coyuntural. Al constatar lo politizados que estaban los rockeros argentinos de los setenta, se comprende que Soda Stereo fue una apuesta por buscar "el paraíso estético" lejos de la mesa de debate. Creo que esa aspiración es la que los mantiene vigentes.

Sagasti entrevistado por El Comercio

Es detestable cuando una persona que se precia de ser inteligente te toma por un estúpido. Sagasti se lava las manos en el caso Pacheco. Coloca la responsabilidad del ingreso de Pacheco a Palacio en su secretario general:




















El Comercio también pregunta al expresidente por su relación con Castillo, pues a todos quedó claro el vínculo de Sagasti con el burro a través de Mirtha Vásquez, su engreída antiminera:




















Por otro lado, Sagasti es justo con las declaraciones de Boluarte sobre la diferencia entre el "mando operativo" y ser el "jefe supremo de las FFAA":




















En esta parte atrapan a Sagasti. Señalan un cambio de opinión sobre la responsabilidad de Boluarte en las muertes ocurridas durante las protestas. La oposición caviar, al igual que hizo con Fujimori, necesita sembrar la idea de que Dina tenía control y conocimiento de todo, y que si murió gente en la represión de la violencia, fue porque ella ordenó matar. La narrativa de una "Dina dictadora" es indispensable para encarcelarla de por vida:




















Como se ha visto en los últimos años, mantener a Fujimori en la cárcel ha sido uno de los grandes activos caviares en períodos electorales o cuando se necesita inclinar la balanza política en la opinión pública. Para los caviares, existe la oportunidad de hacer lo mismo con Dina para estar vigentes durante varios años más. Dina es relativamente joven. Podría pasar hasta unas tres o cuatro décadas en prisión, siempre y cuando los caviares logren atraparla judicialmente en sus cortes.

jueves, 10 de agosto de 2023

La tragedia ecuatoriana

Habría que recordar que el asesinato del candidato presidencial ecuatoriano Fernando Villavicencio se da en el contexto de un adelanto de elecciones bajo la modalidad legal de la "muerte cruzada" (o, en peruano, "nos vamos todos", ejecutivo y legislativo) activada por el presidente Lasso en mayo pasado. Vale la pena recordarlo, porque por aquí la izquierda peruana y ese supuesto "centro", ahora liderado por Sagasti, nos quieren hacer creer que la solución a nuestros problemas se encuentra en convocar unas nuevas elecciones generales lo más pronto posible. Son tonterías, por supuesto. Recomponer nuestro país será un proceso largo y la ruta es la de siempre: sentarse a hacer política, conversar, negociar y ceder. Los apurados quieren ganar en río revuelto, pero podrían empeorar las cosas.

Si el trabajo de los políticos fuera tramitar en automático todo lo que desea la mayoría, entonces sería mejor que no existieran gobierno, tecnocracia, expertos, meritocracia ni derechos humanos. Dejemos de engañar a la gente con caprichosas formas de definir la “representación".

martes, 7 de marzo de 2023

"La muerte de la verdad" de Michiko Kakutani (reseña)

La preocupación por la verdad se ha incrementado notablemente en los últimos años, como si antes del surgimiento de las “fake news” la mentira no hubiese existido entre los seres humanos. Pero esto, claro, no es cierto: mentirosos y mentiras siempre han existido. Lo que sí es evidente es que las redes sociales han hecho que el ambiente informativo sea cada vez más irrespirable y que, en plataformas como Twitter, leamos más información falsa que verdadera en un día cualquiera.

Si bien no es novedad reconocer que la verdad está en crisis, sí lo es describir los detalles de esta crisis. El libro de Michiko Kakutani, La muerte de la verdad (2018) intenta precisamente eso: identificar algunas tendencias políticas y culturales que han provocado el desprecio por la noción de verdad, sobre todo en el contexto norteamericano. El libro está traducido al español, pero leí la versión original en inglés.

Durante muchos años, Kakutani fue una de las críticas literarias más importantes y temidas del New York Times. Se retiró de su puesto de comentarista literaria en 2017. La publicación de su libro tiene un gatillo muy específico: la presidencia de Donald Trump, que Kakutani considera el síntoma más grave de lo que llama el “asalto a la verdad”. En su examen de Trump, la autora señala los peores defectos del estilo del entonces presidente americano: verborrágico, bocón, propenso a poner apodos o lanzar insultos. Pero lo más nocivo era —y sigue siendo— su elástica noción de lo fáctico. Como Kakutani lo muestra, para Trump, la verdad ha dependido casi siempre de la conveniencia del momento o del enemigo político al que sus medias verdades o llanas mentiras se han dirigido. Si la democracia tiene uno de sus pilares en la verdad, Trump no solo es un simple mentiroso, sino que también representa una amenaza para la democracia.

Si alguien se lo pregunta, el libro de Kakutani no está comprometido políticamente, es decir, no es un libro de izquierda. Permanece, digámoslo así, en el centro radical. Sin embargo, incluso para alguien de centro radical, la aparición del meteorito Trump en la escena política de EE.UU. debe haber sido un shock. Por lo tanto, Kakutani no es neutral. La urgencia de su estilo se acerca a la de un manifiesto, ya que intenta apretar el botón de alarma en un momento en que no había luz al final del túnel del trumpismo.

No obstante, más allá de expresar de manera clara su acusación principal, uno de los argumentos fundamentales de Kakutani es que el fenómeno Trump es parte de una larga tendencia de deterioro en el aprecio por la verdad en la cultura estadounidense. Según Kakutani, la aparente muerte de la verdad no es solo responsabilidad de la extrema derecha y el partido republicano. La verdad ha sido objeto de variados y sostenidos ataques a lo largo del tiempo. Algunos de ellos se remontan a las guerras culturales de los sesenta, o incluso, aún más atrás, al individualismo que Alexis de Tocqueville observó con ambivalencia en las primeras décadas del siglo XIX. El historiador francés consideraba que los norteamericanos eran felices viviendo en una burbuja, algo que no podía ser bueno para la democracia.

En cada capítulo de La muerte de la verdad se aborda, por tanto, una corriente cultural, característica o estrategia política que ha intentado minar la noción de verdad en los últimos tiempos. Esta exploración no discrimina entre responsables de izquierda o de derecha. Éstos vienen de todas partes. Kakutani comienza señalando el abandono de la razón en la cultura política, un valor democrático muy apreciado por alguien como Abraham Lincoln en el siglo XIX. Ejemplifica esto con la desdeñosa actitud de Trump hacia la opinión experta y su tendencia a buscar chivos expiatorios para calmar los temores del votante promedio estadounidense. Sin embargo, ¿no hubo un nivel similar de desinformación en los años previos a la guerra de EEUU contra Irak? Además, ¿no surge el desprecio masivo por los expertos de la cultura de internet, que ha convertido al mero aficionado en un ídolo al que se le otorga atención exagerada y viralidad? Por debajo de las urgencias coyunturales, Kakutani prefiere observar dinámicas más profundas.

El abandono de la razón o de lo razonable en detrimento de la verdad no es un defecto limitado a la ignorancia. Puede también revestirse de prestigio y erudición. Según Kakutani, el relativismo cultural de derecha en los Estados Unidos, que ha surgido en los comienzos del siglo XXI debido a la proliferación exponencial de medios y, con ella, de innumerables puntos de vista, tendría sus antecedentes en el relativismo cultural de izquierda de los años sesenta. En aquel entonces, durante la llamada "primera guerra cultural”, fueron las izquierdas las que cuestionaron las historias oficiales del estado y el gobierno. Estas sospechas fermentaron posteriormente en un elevado ambiente intelectual, cuando la academia norteamericana se vio atraída por enfoques filosóficos posmodernos que negaban la existencia de una realidad objetiva independiente de la percepción humana. Michel Foucault y Jacques Derrida tuvieron su momento estelar. La posmodernidad radical incluso desconfió de la actividad científica, una actitud precursora de la paranoia de los antivacunas de hoy en día. Por su parte, el deconstruccionismo de Derrida convirtió los textos, y en última instancia la realidad, en entornos inestables y carentes de significado. Se trató de un nihilismo extremo donde la verdad quedaba reducida a escombros.

La posmodernidad trajo consigo, además, una exacerbación del yo y la subjetividad. Después del pesimismo de Vietnam, surgió una cultura narcisista, rabiosa y hedonista, que disminuyó el aprecio por una verdad común. Los libros de autoayuda, donde los límites de la realidad no eran obstáculo para el éxito personal, se volvieron cada vez más populares y el individualismo a ultranza de Ayn Rand ganó paulatinamente más adeptos. En la literatura, los novelistas abandonaron las grandes narrativas que intentaban explicar su propia época y comenzaron a escribir sobre sí mismos y sus circunstancias privadas. Con el tiempo, la memoria se convirtió en el género estrella. El noruego Karl Ove Knausgård, punto culminante de la tendencia, pudo completar seis volúmenes escribiendo sobre sí mismo. Algunos autores, rescatando las lecciones del novelista William Faulkner, publicaron libros formalmente complejos donde los narradores eran poco confiables o los puntos de vista múltiples. Si la realidad es como la muestra la película Rashomon, entonces no se puede esperar que una versión de las cosas sea más verdadera que otra. Siempre habrá dos lados en toda discusión, el tuyo y el mío. Cabe aclarar que Kakutani no descarta los logros artísticos de la posmodernidad, solo los describe como parte de un espíritu de época que afecta todo. La excesiva valoración de lo subjetivo ha llevado incluso a los científicos sociales a basar la verdad en identidades de clase, raza o género. En el mundo real, el triunfo del yo es la derrota de la verdad.

Los delirios intelectuales y las exploraciones artísticas pierden importancia, sin embargo, frente al peligro que representan los enemigos de la verdad en posiciones de poder, sobre todo fuera de los Estados Unidos. Algunos poderosos sin escrúpulos recurren a diversas tácticas para demoler las verdades que puedan amenazar sus privilegios. Una de ellas es el abuso de la retórica para crear realidades alternativas en el discurso público. En el capítulo titulado "La manipulación del lenguaje", Kakutani cita extensamente al clásico escritor George Orwell para demostrar cómo los regímenes autoritarios oprimen a través del lenguaje: prefieren lo abstracto en lugar de lo concreto, crean malas metáforas y llenan los discursos de tautologías. En el surrealismo dictatorial, una palabra puede tener dos significados contradictorios. El comunista Mao Zedong creía en la existencia de un uso correcto e incorrecto del lenguaje. El vocabulario hiperbólico y exagerado caracterizaba el estilo nazi de hablar. Para la autora, no es casualidad que en la oratoria autoritaria de Trump exista una gramática anárquica y poco interés en la precisión de las palabras. El uso del lenguaje, también cabe mencionarlo en el caso de Perú, es una medida de los mandatarios.

Kakutani deja para el final la táctica más evidente de los tiranos en su guerra contra la verdad: mentir. Mentir siempre, constantemente y en grandes cantidades. Aunque solemos asociar las maquinarias contemporáneas de propaganda con Putin, la autora considera a Lenin el padrino de la posverdad y las mentiras políticas descaradas en la historia. Para Lenin, la política consistía en destruir las instituciones y a los oponentes políticos sembrando el caos y la confusión. El gaslighting aplicado a las masas —la manipulación psicológica que distorsiona los hechos y niega las evidencias— era una práctica habitual del líder ruso y es una característica de los totalitarismos. Sin embargo, la credulidad de un pueblo ante la avalancha de mentiras tiene un límite. Con el tiempo, el bombardeo de falsedades genera una fatiga colectiva que conduce al cinismo. Un ejemplo de esto es la televisión informativa rusa actual, que es simplemente un teatro de apariencias. Personas afines al régimen de Putin actúan como opositores y se presentan narrativas conflictivas en el set para simular un ambiente democrático. El objetivo es anestesiar al público.

Como se puede sospechar, las redes sociales han empeorado el panorama de la verdad. No necesitamos de tiranos. Cualquiera de nosotros está más que dispuesto a propagar cualquier noticia falsa o teoría de la conspiración en las redes solo porque esto confirma nuestras creencias. Los algoritmos refuerzan nuestra sed por sensacionalismo y notoriedad. La cultura tiene nuevos nihilismos, desde aquellos producidos por la falta de responsabilidad en las filtraciones de información de Wikileaks hasta el fascismo irónico presente en el manual de estilo de publicaciones de grupos extremistas. Hoy en día, los trolls pueden afirmar que la verdad no existe, al igual que los posmodernos. Un escenario de estas características solo puede ser sombrío para las democracias. Sin la verdad, no hay posibilidad de un debate de buena fe entre visiones opuestas sobre la realidad.

En el epílogo, Kakutani señala la necesidad de desafiar el cinismo contemporáneo y defender las instituciones democráticas, la fiscalización mutua entre poderes, la libertad de prensa y la honesta discusión entre verdades compartidas. Estas son ideas profundamente arraigadas en la tradición política estadounidense. George Washington advirtió en su momento sobre los peligros del faccionalismo, las envidias y los falsos problemas que buscaban destruir la unión del país. Su mensaje sigue siendo relevante hoy en día, no solo en Estados Unidos, sino en cualquier país que se precie de ser democrático. Frente a los ataques a la democracia, solo queda un camino: más democracia.


lunes, 2 de enero de 2023

La edad de Machu Picchu

En una crónica para Peru21, Jaime Bayly ha incluido un dato erróneo atribuido a un personaje romano. Si bien es cierto que el Coliseo romano tiene alrededor de dos mil años de antigüedad, Machu Picchu, en cambio, tiene solo 600 años como máximo y no 1600 años como menciona el personaje. No es comprensible por qué tantas personas asumen que los incas son "milenarios" cuando en realidad son bastante recientes en términos históricos.

Recuerden sus clases de primaria: América se pobló desde el norte a través del estrecho de Bering, y desde allí los seres humanos se desplazaron gradualmente hacia el sur. En comparación con otras culturas, los andinos somos relativamente jóvenes. Aunque recientemente se han popularizado algunas teorías un tanto estrafalarias sobre una población americana anterior, es poco probable que estas hipótesis contradigan la gran cantidad de evidencias que respaldan la hipótesis más conocida como "Clovis (en América del Norte) fue primero”. ¿Por qué habría entonces tantas semejanzas entre las culturas mesoamericanas y las andinas?



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