Pero el retiro del Nobel no ha motivado, creo, mayores reflexiones en la prensa peruana cultural (la que aún queda). Y eso a pesar de que Vargas Llosa se ha despedido con brío publicando una última novela, “Le dedico mi silencio”, que, según algunos, ha sido lo mejor del 2023. Que Vargas Llosa, por más físicamente disminuido que esté a los 87 años, pueda estar aún entre lo mejor de un año literario, revela mucho sobre la distancia que hay entre él y sus hijos literarios locales.
Mi relación como lector con Vargas Llosa —la única que he tenido con el escritor— empezó en el colegio leyendo “La ciudad y los perros”. No sé si esta novela, su primera novela publicada en 1963, siga siendo lectura obligatoria escolar, pero me sorprendería que lo fuera en esta era de la hipersensibilidad. La novela es feroz, violenta, cruel y no tan fácil de leer. Está muy influida por el modernismo anglosajón de la primera mitad del siglo XX, en el que la vistosa elaboración formal era sinónimo de excelencia artística. Sigue siendo, por supuesto, un gran texto.
Pero en ese primer momento también conocí al escritor en su condición de celebridad internacional y cuando su liberalismo, el de la admiración a Margaret Thatcher, era casi monolítico. No tenía idea de su pasado ideológico. Me sorprendió enterarme en esos adolescentes ochenta, por ejemplo, de que Vargas Llosa había sido socialista y un defensor acérrimo de la Revolución Cubana y de Fidel Castro, a quienes como liberal converso criticaba ahora con ferocidad, lo que a su vez motivaba que le llovieran duros palos. Quizás sorprenda poco que la lectura de las novelas de Vargas Llosa haya dependido tanto de los vaivenes políticos de Hispanoamérica. O quizás deberíamos tenerlo más en cuenta. En esta región, literatura y política caminan muy unidas. Ese maridaje es una tradición desde el XIX. Desde ese punto de vista, el retiro de Vargas Llosa no es solo una noticia cultural, sino también una noticia política, probablemente para mal.
El Vargas Llosa liberal ha sido una piedra incómoda en el zapato del establishment cultural regional, que desde la Revolución Cubana tiende hacia a la izquierda y, a veces, muy radicalmente hacia la izquierda. Que un novelista de enorme talento, sin duda el más brillante de la historia peruana y de los mejores de la hispanoamericana, haya virado tanto hacia la derecha, ha sido un enigma medio descarado para estas izquierdas.
Ante lo evidente de la calidad literaria, las izquierdas culturales han realizado algunos malabares retóricos para adaptarse al fenómeno del Vargas Llosa liberal. Por ejemplo, algunos de sus miembros han preferido leerlo por cuerdas separadas, argumentando que una cosa son sus novelas y otra muy distinta sus opiniones políticas. Otros han preferido decir que las novelas que realmente valen son las de su primer período (“La ciudad y los perros”, “La casa verde”, “Los cachorros” y “Conversación en La Catedral”), cuando era un intelectual revolucionario y socialista. Pero estos mismos personajes olvidan que después del escándalo del caso Padilla en Cuba y de que Fidel Castro prohibiera en 1971 el ingreso de Vargas Llosa a la isla “por tiempo infinito”, buena parte del mundillo académico hispanoamericano (y peruano también) dio una voltereta sorprendente y dejó de reconocer el valor de Vargas Llosa como intelectual político, teórico de la literatura e incluso como novelista (Efraín Kristal, en su libro sobre Vargas Llosa, cuenta muy bien esta historia). Fueron descartadas como frívolas, engañosas y falsamente revolucionarias precisamente aquellas primeras novelas que antes el establishment cultural había elogiado, aquellas primeras novelas que hoy muchos consideran “clásicas” e inobjetables para diferenciarlas de las del período “liberal”. Parece que no es posible leer las ficciones de Vargas Llosa sin las anteojeras políticas.
Sin embargo, la mejor excusa de la izquierda para apropiarse del Vargas Llosa liberal apareció cuando el novelista inició una pelea frontal contra Alberto Fujimori luego del autogolpe de 1992. A pesar de que Fujimori emprendió algunas de las reformas económicas liberales que el propio Vargas Llosa propuso durante la campaña presidencial de 1990, el novelista justificó su cruzada antifujimorista asegurando que democracia y liberalismo económico se implicaban mutuamente. No puede haber democracia sin libertad económica, ni libertad económica sin democracia. Como Fujimori no había un honrado una parte de la ecuación, no era ni podría ser un auténtico liberal y menos un demócrata. El antifujimorismo de Vargas Llosa, que duró largos años, apaciguó o disfrazó la tensa relación de Vargas Llosa con las izquierdas.
Pero llegó el siglo XXI y con él una nueva ola roja a Hispanoamérica. Los analistas liberales la han llamado “el estallido del populismo”, título de un libro editado por Álvaro Vargas Llosa. Aparecieron en la escena política Chávez, Evo, Correa, la segunda Bachelet, López Obrador, la influencia del Foro de São Paulo, y más recientemente, Castillo, Boric y Petro.
Vargas Llosa, con la medalla del Nobel adornando el pecho y octogenario, consideró importante dar una última batalla política e inició una serie de abiertos respaldos a candidatos hispanoamericanos de derecha. El clímax de esta última etapa como animador político fue el inesperado espaldarazo que le otorgó a Keiko Fujimori, la hija del dictador, en la campaña del 2021 contra el estalinista Pedro Castillo, dejando atrás décadas de ácido enfrentamiento. ¿Fue ese respaldo ir demasiado lejos? Realmente no, si acaso se lo ha seguido atentamente. Pero lo cierto es que después de ello Vargas Llosa y la izquierda cultural tuvieron un nuevo rompimiento. Uno más, por supuesto. Después de que Vargas Llosa aceptara ser condecorado por el gobierno constitucional de Dina Boluarte, a quien hoy la izquierda considera una “usurpadora”, una asesina y hasta una dictadora, el divorcio parece ser definitivo.
Tengo la impresión de que por todo lo anterior, por la malhadada política, el silencio de Vargas Llosa, que cierra una era en la historia peruana, no ha suscitado mayores homenajes locales. Nuestro medio cultural, inflado por la politiquería, no se siente en orfandad por el retiro de uno de sus mayores referentes. Tampoco está dispuesto a mostrar un ápice de gratitud por un hombre de cultura que ha pensado como pocos tan intensamente sobre el Perú, sea en la ficción, la prensa o en los ensayos. ¿Habrá dejado Vargas Llosa de ser un digno rival ideológico para la izquierda? No es una pregunta alucinada. Hay síntomas.
Hace unos meses el New Yorker publicó una nota alertando sobre el giro de Vargas Llosa hacia la “derecha autoritaria”, y hace poco también, en El Comercio, un analista se mostró preocupado porque en las élites intelectuales peruanas abundaba el “antivargasllosismo”. Al novelista se le había colocado en los últimos tiempos una “letra escarlata”, decía, en alusión a la novela de Hawthorne. Cierto puritanismo en las élites provocaba que estudiantes, intelectuales y periodistas lo rechazaran de plano. El columnista remataba preguntándose si acaso el legado de Vargas Llosa pudiera terminar “peligrosamente confinado”. Es una inquietud válida. ¿Podría Vargas Llosa pasar al olvido en el Perú?
En el Perú todo puede suceder y, de hecho, está dentro de lo posible, aunque no de lo verosímil, que un autor como Vargas Llosa sea arrimado por pura politiquería a un rincón de la memoria cultural del país. Pero para que Vargas Llosa sea olvidado de la historia de la literatura —si deseamos hacer ese ejercicio mental— se necesitaría algo más que la mezquindad de sus compatriotas.
Por ejemplo, se necesitaría que se borrara de la historia uno de los momentos cumbre de la literatura hispanoamericana: el célebre boom, en el que Vargas Llosa fue la punta de lanza de un grupo de escritores enormes, entre los que se encontraban además Carlos Fuentes, Julio Cortázar y Gabriel García Márquez (otro Nobel). Es decir, para que Vargas Llosa quedara en el olvido, también tendrían que desaparecer de la historia de la literatura Fuentes, Cortázar y García Márquez y, junto con ellos, otros nombres brillantes que fueron arrastrados a la notoriedad gracias al boom, ya sea como precursores o continuadores: Onetti, Donoso, Cabrera Infante, y un largo etcétera.
Yo sé que la izquierda siempre se propone imposibles en su terca lucha contra la realidad. Si es verdad que adolece de “antivargasllosismo”, a ver cómo le va en su intento de dejar a Vargas Llosa en el olvido. No dudo que ya están trabajando en ello.