“Chavín de Huántar: el rescate del siglo” es una de esas películas que recuerdan que el cine se ha rodado con diversas intenciones: entretenimiento, arte, propaganda y, por supuesto, exaltación de valores nacionales. Este primer largometraje de Diego de León (un joven director español afincado en Lima hace más de una década) es lo último: cine bélico de acción para aplaudir al final con la escarapela rojiblanca colgada sobre el pecho.
No es que los peruanos —siempre huérfanos de referentes— lo necesitemos más que los ciudadanos de otros países. Es más, cine bélico de corte nacionalista hemos tenido muy poco. Siendo sinceros, más son las películas que nos recuerdan lo fallidos que somos como nación. Comparemos: Hollywood tiene una larga lista de películas bélicas y patrióticas que, además de agitar la bandera de estrellas, funcionan como buenos entretenimientos. Cito dos que suelen andar por el cable y que mi generación conoce bien: “Top Gun” y “Salvando al soldado Ryan”. Ambas son muy entretenidas. Pero, ¿puede alguien negar lo nacionalistas que son? ¿O lo tontos que nos vemos cuando admiramos vicariamente el nacionalismo ajeno?
Con "Salvando al soldado Ryan" de Steven Spielberg, "Chavín de Huántar" tiene algunas semejanzas (dejando de lado, claro, sus enormes diferencias de presupuesto). Lo evidente: ambas tratan de una operación militar de rescate y ambas son un homenaje patriótico a los mártires de la guerra que hicieron posible la vida próspera de las generaciones siguientes. Esta segunda idea es muy poderosa y constituye una definición de lo heroico.
Pero hay algo más: ambas evaden las controversias ideológicas, la politiquería donde podría cocinarse una contranarrativa. Como recordarán, en "Salvando al soldado Ryan", una película ambientada en la Segunda Guerra Mundial, no hay intrigas de cuello y corbata en los corredores del Capitolio. Tampoco hay discursos de Roosevelt o de Truman. Solo aparecen soldados comunes y corrientes cumpliendo una misión casi burocrática tras las líneas enemigas alemanas. Burocrática, pero incontrovertible en su necesidad: que una madre no pierda un hijo más en la guerra. Una misión así sería igual de urgente para cualquiera que no sea estadounidense.
"Chavín de Huántar" sigue, a grandes trazos, esa hoja de ruta. Elimina la política —muy presente, por supuesto, en los hechos reales de diciembre de 1996 y en unos noventa peruanos absolutamente fujimorizados— y se concentra solo en la heroicidad incontrovertible e idealizada de los protagonistas, lejos del alcance de quien quiera deliberar con el libro de ciencia política bajo la axila.
El esquema es, por lo tanto, muy transparente: cuando vemos a cientos de personas inocentes —entre ellas, mujeres y ancianos— secuestradas a punta de fusil en una enorme residencia en la que se celebra un evento de gala, no es difícil detectar quién es el enemigo y quiénes son los patriotas. Hasta un niño de cinco años lo tendría claro. Es lo que presenta "Chavín de Huántar" y, al hacerlo, se exime de mayores contextualizaciones o de plantear cualquier mínima controversia. La película muestra, por supuesto, que el enemigo terrorista es el MRTA, pero no se toma ninguna molestia en explicar ideológicamente al grupo (ni siquiera usa el nombre real del cabecilla Néstor Cerpa), o si acaso el MRTA es algo distinto de Sendero Luminoso. En "Chavín de Huántar", lo denso es superfluo. Algunos pensarán, sin duda, que esta trama raquítica es una oportunidad desperdiciada para un “debate mayor” sobre los años de la violencia peruana. Puede ser. Solo describo. El caso es que, establecidas estas sencillas reglas de juego —patriotas contra enemigos de la patria—, "Chavín de Huántar" se propone esencialmente hacer cine bélico de acción: dramatizar el rescate de los rehenes.
Este objetivo tan acotado tiene buenos momentos, pero también limitaciones. Fiel a su simplicidad, a la película le cuesta envolvernos en su mundo alterno y, como dicen los gringos, suspender nuestra incredulidad. El muy planificado golpe terrorista del secuestro al inicio se resuelve con excesiva brevedad y ni siquiera se percibe un esfuerzo por disfrazarlo de thriller. La existencia del mundo exterior fuera de la residencia (nada menos que un país, y el mundo entero, expectantes a la resolución del drama) se sugiere con clips de noticiarios que duran apenas segundos. En estos primeros minutos vacilantes, el espectador debe apoyarse mucho en lo que ya sabe sobre lo ocurrido en ese lejano 1996. Pero las cosas cambiarán después, cuando queda claro que el protagonismo no está en los rehenes, sino en los comandos que realizarán el rescate, sobre todo en el líder Juan Valer (nombre real del héroe), conocido como Chizito, bien personificado por Rodrigo Sánchez Patiño. Valer es el corazón de la película. De él conocemos su carácter, su esposa, hijos y vida familiar. Estos elementos serán claves al final.
La película vence resistencias cuando arranca el entrenamiento de los comandos, una vez decidido que se optará por una incursión militar de rescate bautizada Chavín de Huántar, que, si uno no es peruano, debe sonar muy extraño. El nombre remite a una de nuestras más apreciadas, antiguas y feroces culturas prehispánicas y a su impresionante edificación ceremonial, un fortín laberíntico —un guiño metafórico a la residencia secuestrada— ubicado en las sierras de Huántar. La apuesta es enorme y así está señalado explícitamente en el guion: todos los rescates de ese tipo en la historia han concluido con una pila de muertos. Desde el punto de vista militar, prácticamente el único en la película, no queda más que planificar, ejercitar, corregir y repetir. Una y otra vez.
El director De León lo resuelve bien: el entrenamiento es muy verosímil. Convencen el movimiento de los cuerpos, los gestos de la cara y la manipulación de las armas. Los diálogos son mínimos, esencialmente gritos e interjecciones. No se requiere más. Cuando los comandos pasan de practicar sobre un trazado de tiza en un patio que simula los espacios de la embajada a un laberinto de muros con globos de colores colgados que representan rehenes y secuestradores, ya estamos enganchados. Queremos ver el rescate.
Pero he aquí que la película inocula una idea que nos desbaratará después: lo que los comandos van automatizando en los entrenamientos no será lo mismo que encontrarán en la residencia. Es uno de los grandes aciertos de "Chavín de Huántar" (y un buen aporte al imaginario contrasubversivo): la ficción controlada de los ejercicios amplificará, por contraste, la violenta y cruenta realidad del rescate.
Con tantas expectativas sobre la mesa, la película no podía fallar en sus escenas cruciales, y no lo hace. Muy al contrario: el rescate es el gran clímax y, probablemente, una de las mejores secuencias de acción del cine peruano (junto a otras que han quedado en la memoria, como, por ejemplo, las citas a Coppola en la masacre de El Frontón en "Alias La Gringa", de Alberto Durant, película de 1991). En el rescate, lo de De León es un amasijo de caos, ruido y tensión en el que la posibilidad de caer muerto se expone con efectiva crudeza. Al ingresar, los comandos tienen el máximo cuidado de no disparar a ningún rehén. Mientras tanto, los terroristas lanzan granadas. Conocemos cómo va la historia: mueren todos los emerretistas y caen dos comandos, incluido el líder Juan Valer. La totalidad de los rehenes fue, casi milagrosamente, rescatada con vida (moriría uno después). En los momentos finales, una llamada telefónica a casa informa a la esposa de Valer (Connie Chaparro) que su esposo ha caído en combate. Sus hijos pequeños la miran derrumbarse. Hasta el caviar más duro tendría el corazón hecho trizas. Si las audiencias peruanas aplauden al final de cada una de las proyecciones de la película (sucedió en la que asistí, en Miraflores), es porque la cinta expresa con éxito su literalidad: las acciones heroicas son admirables porque poseen un nivel de desprendimiento que es realmente escaso.
¿Qué es el nacionalismo? Escuetamente, se podría decir que es un sentimiento que surgió en el siglo XIX y, en nuestro caso hispanoamericano, barnizado con brochazos románticos en plenas luchas por la independencia. Benedict Anderson, en su texto clásico sobre el nacionalismo, "Comunidades imaginadas", dice que, ante el retroceso de la subjetividad religiosa, el nacionalismo fue ocupando su lugar. La idea de los límites territoriales fue potenciándose y también la idea de morir por una nación.
"Chavín de Huántar" confirma que todos esos sentimientos siguen vigentes. Y, probablemente por ello, no sea cine en el sentido convencional del término. Es la dramatización de una emoción y está más cerca de la iconografía de nuestros héroes nacionales —Bolognesi, Grau— que de una ficción que haya que corregir o debatir. Por supuesto, un sentimiento no basta para construir buenas obras públicas o democracias solventes. Pero tampoco se logran sin él. Más de un millón de espectadores que la han visto parece considerarlo así, para pesar de la crítica más sesuda.

