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martes, 8 de noviembre de 2011

Con el corazón en el lado correcto

La muerte de personas jóvenes son trágicas en sí mismas. Una vida que no cierra su círculo parece una vida frustrada, una vida incompleta. Probablemente esta sensación sea ilusoria -tendemos a buscar sentidos e integraciones donde a veces no existen- pero no debería sorprendernos que la gran mayoría de personas sienta curiosidad y sacudones por estos casos. ¿Qué sucedió? ¿Cómo sucedió?

Sin embargo, esta curiosidad se ha puesto en entredicho en los últimos meses con los casos Walter Oyarce y Ciro Castillo. A la curiosidad desmedida de pronto se le llama "morbo". Y no pocos han acusado a la prensa de alimentar ese hambre para su propio beneficio. Lo que algunos ven como una transacción justa -te informo sobre lo que te interesa- a otros les parece la derrota de un mínimo sentido de la decencia, un recuerdo de los peores momentos de la prensa comprada en la década de Fujimori.

Ambos casos también han producido distintas versiones de la justicia popular. La muerte del joven Oyarce inspiró toda una campaña en contra del fútbol y un linchamiento digital a Aldo Miyashiro por entrevistar a uno de los posibles responsables de esa muerte. Las muestras de afecto de la gente hacia el padre de Ciro Castillo no han cesado y hasta lo nombran simbólicamente padre del año por la infatigable búsqueda de su hijo desaparecido. Los linchamientos digitales a Rosario Ponce tampoco han cesado y se la considera la principal sospecha.

Pero si mis impresiones no me traicionan, creo que solo el segundo caso ha merecido una reprobación contundente de cierto sector de la opinión pública. En el segundo caso algunas personas se toman el trabajo de señalar que nuestra sociedad es aún una especie de "tribu", sedienta de venganza, machista, con valores patriarcales, obtusa, poco democrática y con una espeluznante tendencia a obviar los canales de justicia civilizados para entregarse a la orgía del sacrificio humano.

Como yo lo veo ambas historias son similares y en ambas la gente ha reaccionado como es esperable: con indignación, con sorpresa, poniéndose en un lugar distinto del propio, mostrando su ferviente deseo -y su presión- de que la ley encuentre los porqués de muertes que parecen absurdas. Dejemos a un lado el hecho de que ambas historias hayan copado titulares y hayan desplazado otras historias. Mi punto es que la gente tuvo el corazón en el lado correcto y reaccionó como es natural: una entrevista desde la clandestinidad es sospechosa de alguien que dice no tuvo nada que ver con una muerte; un padre que es infatigable en la búsqueda del cuerpo de su hijo y que no cesa de dar entrevistas para que el caso no se olvide -hablando con una claridad y una seguridad inusitadas- solo puede generar solidaridad.

Decir "tener corazón en el lado correcto" es solo una metáfora. En realidad son los instrumentos morales de cada uno funcionando saludablemente. Frente a aquello que nos parece injusto es inevitable no solo lanzar una opinión, sino también expresarla envuelta de emociones. Y a veces emociones muy confusas cuando el caso es borroso, contradictorio, incompleto. A veces es imposible tener claridad moral y verbalizarla: ¿hubo provocaciones mutuas entre bandos contrarios en un estadio sin seguridad? ¿Rosario Ponce no dijo acaso que Ciro se había fugado y que por eso no lo encontraban? ¿Eso cambia nuestro juicio sobre el caso? ¿Eso cambia nuestras emociones sobre él?

Todo eso es parte de lo que ahora se llama peyorativamente "especulación" y que para mí son solo síntomas de algo que hacemos los seres humanos a cada rato: plantearnos escenarios hipotéticos para aprender de ellos. Algunas buenas ficciones tienen ese poder y pueden transformarnos por completo. Algunas historias de la vida real capturan nuestra atención y nos vuelven obsesivamente imaginativos para buscarles coherencia, lógica y resolución (y por eso una muerte joven nos afecta tanto).

Pero ciertamente el corazón y la cabeza están en lugares distintos (metafóricamente hablando también). Los instrumentos morales fallan, a veces por defecto -cuando nos mostramos totalmente escépticos o indiferentes frente una tragedia- a veces por exceso, como ha sucedido en estos dos casos. Las pasiones, las furias, las tormentas han ido en la dirección correcta, pero en ciertos momentos se han cruzado algunas rayas y las emociones se volvieron más importantes que la verdad. Mi sospecha es que estas extralimitaciones han sido las menos. La cabeza ahora está con la ley y no hay nadie que no reconozca que la justicia es la que terminará de escribir la historia que muchos esperan ver completa. La prensa no ha cesado de decirlo, incluso Nicolás Lúcar no ha cesado decirlo: la Justicia tiene la última palabra, es decir, es la única narradora autorizada y científica de lo sucedido.

A contracorriente de muchas opiniones, entonces, he visto curiosidad por saber la verdad donde otros han visto morbo, he visto reacciones morales esperables de un ser humano donde otros han visto primitivismo, he visto una cobertura de prensa muy completa e interesante donde otros han visto circo, psicosociales o amarillismo. Pero es solo una opinión. Es entendible en muchos el cansancio y la exasperación con la avalancha de notas alrededor de estas fábulas privadas. También tienen el corazón en el lado correcto. Pero ya sabemos: el corazón a veces engaña.

sábado, 5 de noviembre de 2011

El árbol de la vida


Me gustó "El árbol de la vida" del misterioso Terrence Malick, de la que dicen es muy poco probable se estrene en Lima y que pude ver solo por medios ilegales. La curiosidad pudo más.

No es una película conmovedora, pero sí es admirable. Tiene poquísimos diálogos y, cuando éstos aparecen, lo hacen en forma de frases sueltas, sin mayor contexto. Algunas obras de arte aparentan un test de Rorschach y algo parecido sucede con "El árbol de la vida": le toca a cada quien decidir qué cosa prefiere ver. Eso probablemente explique las opiniones tan extremas que hay sobre ella, desde las que ven un estreno trascendental hasta las que vociferan que es solo el envanecido ejercicio de un cineasta pretencioso.

Lo obvio es que es una película deliberadamente distinta, deliberadamente consciente de no querer contar una historia exponiendo todas sus partes. Llámenla vanguardista, posmoderna, lo que más se prefiera. El meollo de "El arbol de la vida" son las viñetas -difícil decirle historia- de la vida familiar de una joven pareja con tres hijos pequeños en un vecindario de ensueño en los cincuenta americanos, repleto de jardines, árboles, ensenadas, paz, una casa maravillosamente diseñada y un sol constante -casi no hay escenas de noche-, pero nunca de presencia opresiva: el sol es aquí un elemento que vivifica tanto como podría hacerlo el agua, y en la película no será anormal ver estas referencias a los míticos elementos naturales, fuego, tierra, agua, aire. Es parte del rollo de "El árbol de la vida": una vida acomodada común y corriente -que tarde o temprano se encontrará con la muerte- es un eslabón en una cadena mucho mayor, de un relato mayor, el del universo.

Esta perspectiva en "El árbol de la vida" es bastante literal. Hay escenas del espacio, de las galaxias, de los planetas, de la Tierra formándose, de las fuerzas volcánicas que vuelven la superficie habitable, de la evolución que, juntas y en cámara lenta, parecen un tráiler de cualquier canal del Discovery. Hay una solemnidad en estas secuencias que podría caer antipática, porque la ceremonia de Malick para mostrar el arranque del Big Bang de algún modo se prolonga también al centro de su historia. La vida familiar con sus tomas tan peculiares e imprevisibles -de pronto vemos a un hombre gigante en un ático con un chiquito en un triciclo aparecidos de la nada- tiene todo el peso y la importancia de la misma vida creándose o (recreándose). La steady-cam sirve para eso. Sin duda, no para todos los gustos y sensibilidades, ni siquiera para los que gustan de un cine lejano de lo tradicional.

Pero la película nunca deja de ser bella. Es algo que solo se puede apreciar en una buena proyección en el cine- que en Lima cada vez es más difícil de ver- o en blu-ray, como fue mi caso. Hay tantos paisajes, horizontes y atardeceres que por sí solos con capaces de captar cualquier atención y volver las dos horas y veinte minutos hipnóticas. Nuevamente: a algunas personas tal presentación de la realidad podría parecerles insufriblemente tópica (recomendación: "El árbol de la vida" debería usarse para vender televisores en alta definición), pero personalmente me pongo del lado -sospecho que es la gran mayoría- de los que disfrutan de esta fotografía tan transparente. Malick tiene como dogma, dicen, solo usar luz natural.

Da para mucho más sin duda. Pero dejo para otra oportunidad discutir qué nos sugiere la aparición en magníficos efectos visuales de solitarios dinosaurios. Nos vemos en el infinito.

miércoles, 2 de noviembre de 2011

Si los niños leyeran a Dawkins


A veces creo que si hubiese empezado mis lecturas de Richard Dawkins en la adolescencia me hubiera ahorrado algo de infelicidad. No se culpe a nadie, cada quien vive lo que le toca vivir -sobre todo en sus primeros años-, pero sí tengo la convicción de que mi vida ha sido mejor desde que leí a Dawkins. No en términos de ahorros en la cuenta bancaria, obviamente, pero sí en la percepción de mi propia felicidad. Aunque suene paradójico esto se ha traducido en el lema "bajemos la valla".

Bromas aparte, algo que me he preguntado con cada libro leído del biólogo -acicateado por mis propias experiencias personales- es cómo traducir sus contenidos en una versión sencilla para un niño curioso. ¿Se puede? ¿O en la niñez es demasiado pronto?

Dawkins ha respondido publicando hace poco "The Magic of Reality", un libro para niños que además de un compendio de preguntas y respuestas es la presentación de una visión de las cosas: Dawkins les propone a los nenes conectarse con la realidad y aprender a ver en ella lo "mágico".

Para eso empieza con una férrea defensa de los sentidos, los cinco que conocemos, y de cómo hemos aprendido del mundo fiándonos de ellos, ya sea usándolos directamente, indirectamente con el uso de instrumentos, o imaginando modelos que luego debemos poner a prueba. Sencillo y elegante como punto de partida para buscar la verdad (pero también una lección difícil, pienso yo, habida cuenta de las numerosas personas que prefieren ilusionarse con matrices, lunas habitadas o realidades profundas donde somos el sueño de algún dios perverso).

La "magia" del título no tiene nada que ver con lo sobrenatural de las ficciones o con la charlatanería de un médium comunicándose con los muertos, sino con lo sorprendente que puede ser lo real. Dawkins la llama "magia poética", aquella sensación de maravilla que nos embarga, por ejemplo, al ver una noche estrellada.

En una entrevista a Dawkins le preguntaron si realmente pensaba que su relato sobre lo real podría reemplazar las decenas de aquellas otras historias que han hecho soñar a los niños, llenas de encantamientos, varitas mágicas o alfombras voladoras. Respondió que sí, absolutamente.

martes, 1 de noviembre de 2011

La comedia es igual a la tragedia más el tiempo


En la historia privada de las naciones quedará pendiente de escribirse la inmensa cantidad de bromas y chistes que se producen en medio de una tragedia. Tal cornucopia humorística quizá se deba a una reacción natural y humana que busca reducir tensión y ansiedad en medio de lo impredecible. Las redes sociales han hecho más visible este nerviosismo que quiere provocar risas para aplacar miedos y, aunque el fenómeno sea entendible, no siempre el buen gusto está de su lado.

Hace unos días Carlos Carlín, otrora humorista, mostraba en la TV una portada de El Otorongo, suplemento humorístico, para editorializar sobre lo que da risa y lo que no (un Chehade en caricatura yacía sobre un abismo entre piedras) es decir, sobre lo que es de buen o mal gusto. El arte del chiste es difícil y es casi imposible -como cualquier opinión- que encuentre unanimidad: la risa de uno es el doloroso disfraz de hazmerreír enchufado sobre el otro.

Chistes privados y chistes públicos. Los primeros casi no tienen mayor consecuencia en un círculo pequeño y es sorprendente cómo podemos solazarnos en ellos incluso en las peores de las circunstancias. Un psicoanalista podría mirarnos feo por esa debilidad. Los segundos tienen una vida que apenas si pueden controlar. Una vez sueltos en plaza mutarán y pueden ser objeto de risa o de censura, y de muchas y variadas malinterpretaciones. Echemos las redes sociales en la receta y multiplíquese por un millón.

En "Crímenes y pecados" de Woody Allen el personaje de Alan Alda daba su receta para hacer humor en la televisión, en el entretenimiento público. Su fórmula se resumía en: "La comedia es igual a la tragedia más el tiempo", una especie de meme que los comediantes han usado como cliché quién sabe desde cuándo. Pueden ver el clip abajo y seguir su clase maestra.



Como todo cliché tiene algo de verdad. Woody Allen ridiculizaba al exitoso personaje de Alda y al mismo tiempo a toda una escuela de humor previsible, una que se cuida de no romper nada para no provocar el rechazo del respetable. Su película va por otro camino: combina secuencias de humor con el drama de un oftalmólogo que no encuentra otra solución para su vida que asesinar a una amante. Al final ambos mundos se encuentran en una escena que bien podría ser la teatralización de lo que consideramos irónico. ¿Dónde ubicar la raya?

Lamentablemente no hay fórmulas. Y cada cierto tiempo veremos las alarmas del mal gusto encenderse en algún rincón del ciberespacio. Quizá la única recomendación posible es, tal como Maricielo Effio nos lo ha mostrado, no hacer humor segundos después del suceso preocupante. Mejor esperar a las primeras informaciones oficiales. Al menos no públicamente.

lunes, 31 de octubre de 2011

Por la razón o por el Twitter


Luego del enésimo linchamiento en Facebook o Twitter creo que ya es hora de concluir que ambas herramientas no sirven gran cosa ni para la discusión, ni el intercambio de opiniones ni la democracia. Son malas como diseño, están cojas y no fueron hechas para eso: fueron hechas para pescar gente, llenar la combi y a cobrar. Legítimos negocios, pero si el punto es elaborar fórmulas para hacer la vida en internet menos pestífera sería bueno que dejemos los reproches del eterno diagnóstico y pasemos a las soluciones. ¿Hay soluciones? Un diagnóstico equipara la mancha del Twitter con las barras bravas. No es mala analogía. ¿Qué requiere una barra brava para ser contenida dentro de parámetros aceptables de civilidad en un estadio? Seguridad, o sea, policía. ¿Hay que insuflarle a Facebook y Twitter -donde la muchedumbre corre sin control- un entorno policíaco? Sería imposible y una medida así generaría demasiados anticuerpos. Pero otro camino me sabe menos tortuoso: que los dedicados al constante ejercicio de la discusión y la opinión pública hagan sus entornos más saludables con un control cuasi policíaco de las intervenciones de sus usuarios. Si los medios importantes -y en general, cualquier institución- se animaran a la fumigación constante de sus páginas (por lo menos sin racismo ni insultos ni violencia) convocarían a gente más sosegada y pensante que podría animarse a la opinión inteligente sin miedo a ser acribillada. Hoy por hoy existen voces interesantes en Twitter o Facebook que se pierden en la inmensidad de los mensajes. Hoy por hoy hay periodistas se quejan a cada rato de los constantes trolleos de los que son víctima. ¿Es que no se dan cuenta? Facebook y Twitter no sirven, son demasiado hueso para tan poca carne, es 90% hueveo. ¿Pero podría funcionar lo otro? Habría que ser muy creativo para diseñar un ambiente atractivo para las voces calmadas y pensantes. Y, además, fumigar cuesta. ¿Valdrá la pena el costo? ¿O la pateadura es por el momento un buen negocio para todos?

De lo único que estoy seguro es que ya son inútiles las quejas: cuando juntas una muchedumbre sin cercos, ni vallas, ni policía, y sin un mínimo sentido de la seguridad tu resultado siempre será el caos. Ya dejémonos de llorar.

lunes, 31 de enero de 2011

Las limitaciones positivas del iPad

Luego de unas semanas de uso intenso del iPad confirmo una tendencia que, semanas antes de siquiera comprarlo, había delineado teóricamente: no es una plataforma para un serio y frenético multitasker. Esto, que algunos consideran una limitación imperdonable, para mí es un antídoto contra las horas gastadas en naderías, léase la tan mentada procrastinación digital.

No sé ni me interesa saber una definición científica del multitasking. Dentro de mi horizonte de usuario común entiendo que el multitasking halla su realización cuando se hacen varias cosas al mismo tiempo usando una máquina. Si, por ejemplo, fuese yo un diseñador o retocador de fotos, en la computadora tendría para empezar el programa adecuado abierto (Corel o Photoshop). Esa sería mi tarea principal e ineludible. Pero, además, tendría un programa abierto para acompañarme con música. Pero, además, mi casilla de correo electrónico recibiendo siempre mensajes. Pero, además, un chat para comunicarme con otros seres humanos. Y, además, un browser para ver las noticias de mi diario favorito en algún momento muerto.

Un browser multiplica las posibilidades de emprender otras actividades: ver videos, jugar solitarios, enredarse en una encuesta divertida en una red social. El multitasking acumula actividades y, en apariencia, nos hace ser más activos y productivos. Pero también acumula actividades que, a su vez, alargan la distancia entre el último task realizado y la tarea original.

El multitasking es posible porque las máquinas son cada vez más poderosas. El usuario común y corriente no suele tomar esto muy en cuenta. Es como si tuviera un helicóptero para ir a una bodega a diez cuadras. Con un helicóptero llegará a destino casi al instante, evidentemente, pero ya que posee una máquina de gran velocidad no lo pensará dos veces para visitar a un amigo a cinco kilómetros de distancia. Y luego a su madre a diez. También pensará que no estaría nada mal un paseo por la costa para ver el mar. Hay algo en la aceleración de nuestras actividades que distorsiona nuestra sensación del tiempo y nos hace creer que podemos meter en el mismo lapso más eventos sin vernos afectados (dicho sea de paso, son contados los individuos que de verdad necesitan un helicóptero)

El iPad no es una máquina poderosa. Al contrario, parece diseñada para hacer prácticamente una sola cosa a la vez. Saltar de actividad en actividad es un proceso oneroso, no a un click de distancia, sino a varios (siendo el primero el casi primitivo botón de home que nos lleva al listado de aplicaciones) con el gesto adicional de acomodar la pantalla según lo que pretendemos hacer. Todo va más lento. Lo que con la computadora era, metafóricamente hablando, un paseo neurótico por una ciudad, con la agenda llena de sitios para visitar, con el iPad el trote es más bien pueblerino, provincial. Su tour sistémico exige que nos detengamos en cada actividad con calma y plena atención. En ese tour no hay autos, todo es a pie. Pero lo que desde un punto de vista es una limitación, desde otro es un sosiego que nos devuelve los cinco sentidos y nos hace pensar mejor.

Desde que uso el iPad casi no entro al Facebook. Su aplicación es tan desastrosa que ni siquiera permite que el chat cargue. No hay quejas. Ahora leo mucho más.


lunes, 17 de enero de 2011

Correr en el malecón

La gran desventaja del verano para quien gusta de salir a correr por el malecón en Miraflores son los horarios. En Lima el sol empieza a calentar fuertemente entre las nueve y las diez de la mañana y se mantiene intenso hasta las cuatro y media o cinco. No es conveniente salir entre esas horas. Sin embargo, la gran compensación de estas restricciones son los magníficos atardeceres. Al placer del trajín aeróbico, se le puede sumar el placer del paisaje.

Es posible conceder que las estampas miraflorinas del malecón al ocaso sean tópicas y excesivamente aletargadas. Pero tal muzak visual relaja y amansa el espíritu. Uno ya no suele correr con la mirada detenida en el suelo -medida necesaria para evitar cualquier irregularidad del pavimento- sino en el horizonte. Se reconoce al instante la paleta cromática ligeramente lavada de muchos cuadros expuestos en el Parque Kennedy.

El circuito del malecón, convenientemente dividido en dos, un carril para ciclistas y otro para peatones, suele tener un tráfico muy ordenado. A diferencia de lo que sucede en las pistas aquí nadie se grita, ni se impacienta, ni se insulta. Todos son bienvenidos. Para quien corre los únicos potenciales peligros de la ruta, si pueden ser llamados así, son los niños muy pequeños -de movimientos bruscos e inesperados- y ciertas familias extensas cuyos miembros caminan uno al lado del otro bloqueando el ancho completo de la calzada. No se tome en cuenta el asesinato al paso de un joggista ocurrido hace unos meses en la mañana. Fue una situación excepcional.

Quien esto escribe cubre la distancia que va desde el Puente Villena hasta el Coliseo de la Avenida el Ejercito, ida y vuelta. Según sus cálculos son cuatro kilómetros y medio aproximadamente. La mayoría de corredores con los que se cruza son personas de más de treinta años. Es explicable (salud, prescripción médica, retardo del envejecimiento, etc). Probablemente la mayoría sean mujeres.

Salir a correr es al inicio una obligación disciplinada; luego es una necesidad. Solo después de un tiempo se transforma en un placer. Sucede cuando la resistencia del aire, casi mágicamente, comienza a tener la consistencia del agua. La física enseña que ambos elementos son fluidos.

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