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sábado, 5 de noviembre de 2011

El árbol de la vida


Me gustó "El árbol de la vida" del misterioso Terrence Malick, de la que dicen es muy poco probable se estrene en Lima y que pude ver solo por medios ilegales. La curiosidad pudo más.

No es una película conmovedora, pero sí es admirable. Tiene poquísimos diálogos y, cuando éstos aparecen, lo hacen en forma de frases sueltas, sin mayor contexto. Algunas obras de arte aparentan un test de Rorschach y algo parecido sucede con "El árbol de la vida": le toca a cada quien decidir qué cosa prefiere ver. Eso probablemente explique las opiniones tan extremas que hay sobre ella, desde las que ven un estreno trascendental hasta las que vociferan que es solo el envanecido ejercicio de un cineasta pretencioso.

Lo obvio es que es una película deliberadamente distinta, deliberadamente consciente de no querer contar una historia exponiendo todas sus partes. Llámenla vanguardista, posmoderna, lo que más se prefiera. El meollo de "El arbol de la vida" son las viñetas -difícil decirle historia- de la vida familiar de una joven pareja con tres hijos pequeños en un vecindario de ensueño en los cincuenta americanos, repleto de jardines, árboles, ensenadas, paz, una casa maravillosamente diseñada y un sol constante -casi no hay escenas de noche-, pero nunca de presencia opresiva: el sol es aquí un elemento que vivifica tanto como podría hacerlo el agua, y en la película no será anormal ver estas referencias a los míticos elementos naturales, fuego, tierra, agua, aire. Es parte del rollo de "El árbol de la vida": una vida acomodada común y corriente -que tarde o temprano se encontrará con la muerte- es un eslabón en una cadena mucho mayor, de un relato mayor, el del universo.

Esta perspectiva en "El árbol de la vida" es bastante literal. Hay escenas del espacio, de las galaxias, de los planetas, de la Tierra formándose, de las fuerzas volcánicas que vuelven la superficie habitable, de la evolución que, juntas y en cámara lenta, parecen un tráiler de cualquier canal del Discovery. Hay una solemnidad en estas secuencias que podría caer antipática, porque la ceremonia de Malick para mostrar el arranque del Big Bang de algún modo se prolonga también al centro de su historia. La vida familiar con sus tomas tan peculiares e imprevisibles -de pronto vemos a un hombre gigante en un ático con un chiquito en un triciclo aparecidos de la nada- tiene todo el peso y la importancia de la misma vida creándose o (recreándose). La steady-cam sirve para eso. Sin duda, no para todos los gustos y sensibilidades, ni siquiera para los que gustan de un cine lejano de lo tradicional.

Pero la película nunca deja de ser bella. Es algo que solo se puede apreciar en una buena proyección en el cine- que en Lima cada vez es más difícil de ver- o en blu-ray, como fue mi caso. Hay tantos paisajes, horizontes y atardeceres que por sí solos con capaces de captar cualquier atención y volver las dos horas y veinte minutos hipnóticas. Nuevamente: a algunas personas tal presentación de la realidad podría parecerles insufriblemente tópica (recomendación: "El árbol de la vida" debería usarse para vender televisores en alta definición), pero personalmente me pongo del lado -sospecho que es la gran mayoría- de los que disfrutan de esta fotografía tan transparente. Malick tiene como dogma, dicen, solo usar luz natural.

Da para mucho más sin duda. Pero dejo para otra oportunidad discutir qué nos sugiere la aparición en magníficos efectos visuales de solitarios dinosaurios. Nos vemos en el infinito.

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