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jueves, 25 de abril de 2019

Paglia, Sade


Sexual Personae, probablemente el libro más importante de Camille Paglia, inicia con una oposición fundamental entre Rousseau y Sade: 

“This book takes the point of view of Sade, the most unread major writer in western literature.”, escribe Paglia.

Es una sentencia contundente que aparece en las primeras páginas. Después de leerla no pude continuar. Sexual Personae es de 1990 y mi historia con Sade probablemente empezó hacia 1992 o 1993, al que llegué llevado por la curiosidad y aprovechando que la biblioteca de la Católica lo tenía (casi) todo, incluido al Marqués. Sade me hizo una tremenda impresión por sus altos niveles de pornografía y, algunos años después, creyendo que había llegado al pináculo más refinado de mi instinto moral, empecé a hablar mal de él, precisamente por pornográfico. Si hay un goce en ser transgresor, debe haber un goce similar en mostrarse profundamente pacato. El asco a la pornografía intenta emular el asco a lo pútrido o a lo enfermo. Era muy chiquillo para entender que ambas cosas no son similares. Pero me quedé con esa idea de Sade —la de un descartable de las letras, más hype que realidad— hasta la sentencia de Paglia. Por eso no pude continuar con la lectura de Sexual Personae. Tenía que releer a Sade y averiguar qué cosa veía Paglia en él. 

Se podría empezar por Justine o los infortunios de la virtud o por Juliette o las prosperidades del vicio. Si se lee atentamente, se ve que ambos títulos proponen lo mismo, aunque con estrategias distintas: relatar el triunfo de la lujuria. Justine se presenta como una novela moral: describe las pornográficas desgracias de la virtuosa protagonista para denunciar el lado más horrendo de la especie humana. El lector, luego de leer tanto crimen, debería abrazar la virtud con más vigor. Al menos, esa es la coartada. Juliette, en cambio, es más osada: toda ella es una notable defensa del vicio. No posee disclaimer como Justine ni falsas fórmulas moralistas que la justifiquen. 

Uno suele olvidarlo, pero es increíble —y espantoso— que Sade fuese puesto en prisión por ser el autor de ambas novelas (y luego encerrado en un asilo). A la luz del comportamiento puritano de las redes sociales probablemente eso no deba sorprender. Pero el peligro de Sade no está, creo, en su capacidad de escandalizar. Los episodios pornográficos son tan similares unos de otros que uno se insensibiliza mientras los lee. La idea fundamental que se defiende, y espanta más filosófica que sexualmente, es la de la preeminencia del cuerpo físico sobre el comportamiento. Sade no habla de biología, pero sí de instintos. Es una suerte de darwinista con varias décadas de adelanto. El imperio de la vida moral lo tiene el cuerpo. Sus novelas son las descripciones muy gráficas de esa conclusión.

Es en ese sentido que Sade está en la vereda opuesta de Rousseau, y en ese sentido que Paglia lo rescata como un autor mayor ignorado de la literatura occidental. Porque la visión de Rousseau sobre la humanidad es completamente otra: la de un ser humano que nace bueno, libre, y que la civilización corrompe y coloca en cadenas. Esa convicción ha dado pie a muchas propuestas utópicas: la posibilidad de lograr el paraíso en la tierra, la ingeniería social, las revoluciones libertarias, sean políticas, sexuales o de expresión (i.e. las redes sociales). El humano lo puede todo porque es, en esencia, maleable. Solo hay que apretar los botones correctos desde que es un neonato y listo.

Pero tales convicciones son ilusorias. Si Paglia busca ser contundente es porque su libro es una crítica, una crítica desde el feminismo, o quizá, desde un antifeminismo contra una utopía que insiste en borronear contornos genérico-binarios, jerárquicos, naturales. Es decir, ese feminismo que niega la animalidad del ser humano. “El sexo es una fuerza más oscura de lo que el feminismo quiere aceptar”, dice Paglia. Y solo basta tener algo de perspectiva histórica, de ser curioso con el pasado, para darse cuenta de que eso es verdad. 

Las fantasías pornográficas de Sade son precisamente un festival de instintos y animalidad. Ataques frontales a las convenciones sociales. Rota la convención, puede surgir la bestia. Son rebeldes también como formas literarias. A cada episodio de pornografía y lujuria le suceden largas disertaciones. Probablemente estos pasajes sean mejores que lo porno (y según se sabe, sustentados en plagios). Pero quizá solo sea que las novelas fracasen como ficciones (leídas hoy) en tanto que se vuelven más interesantes como volcanes de ideas. Sea como sea, Sade es un gran escritor.

Valga un breve resumen de Las prosperidades del vicio. Juliette, que tiene trece años, recibe clases de la libertina y gran corruptora Madame Delbene. La abadesa se muestra contra el prejuicio, contra la opinión, contra la educación, contra la costumbre. Lo único real para ella es el placer, la voluptuosidad, el deseo sexual. No hay necesidad de Dios porque la naturaleza se mueve sola. ¿Alma? No, el alma es también materia (o sea, cuerpo). Ese armazón racional y radical lleva hacia la crueldad y la lujuria. El triunfo del vicio es el triunfo de lo natural. 

Pero no hay que olvidar que hablamos de ficciones. No hay que tomárselas tan en serio. Paglia dice que lo de Sade es sátira (de Rousseau) y tiene sentido: ¿no es acaso la liberación de toda restricción social otra forma de utopía? Lo que describe Sade es literalmente imposible. Quizá el mundo sádico sea una distopía gozosa. Si acaso leemos por verdades, sin duda Sade tiene algo de razón. Olvida, sin embargo, que también es naturaleza humana la compasión, la ternura, la justicia y la bondad. Pero qué aburrida sería esa novela.

viernes, 12 de abril de 2019

Utøya, reseña

“Utøya: July 22”, una película sobre el más grave atentado terrorista sucedido en Noruega, es parte recreación, parte película de terror, parte película de aventuras. No creo que esté libre de controversia, pero ese debate quizá solo sea sopesable para un noruego. Los eventos referidos son del 2011 y están aún frescos en la memoria de todo el país.

Recordaba el ataque ultraderechista —la noticia dio la vuelta al mundo— pero no recordaba los detalles. Fueron dos los atentados: la detonación de unos explosivos en instalaciones gubernamentales y la matanza de decenas de adolescentes en un campamento de verano. Ambos fueron realizados por el mismo sujeto, considerado al mismo tiempo un loco y alguien suficientemente sano para ser juzgado. Actualmente, el asesino purga condena.

“Utøya” cuenta esencialmente la historia de la matanza en la isla Utøya. Lo hace en una sola toma continua —o la ilusión de una sola toma continua— siguiendo la angustia de Kaja, una de las adolescentes del campamento. Muy rápido al inicio de la película se escuchan balas a lo lejos y a grupos de chicos huyendo despavoridos. Kaja, sin saber exactamente qué esta sucediendo, pasa de estudiante a soldado en su pelea por sobrevivir. La cámara la sigue solo a ella, muy pegadita a ella, con primerísimos planos de su rostro, sus gestos, su cara de horror o de llanto. Es una gran actuación. El personaje de Kaja no existió en la realidad. Es un personaje ficcional armado con los testimonios reales de los sobrevivientes.

El director Erik Poppe, de prestigio en su país, no muestra al asesino en ningún momento. Solo hace que se lo intuya en algunas escenas. Esta decisión emparenta “Utøya” con algunas películas de terror, sobre todo las de “found footage”, en las que la amenaza o el monstruo no suelen mostrarse. Se me vienen a la cabeza “Cloverfield” o “The Blair Witch Project”. 

Respecto de ésta última, hay una escena que parece un claro paralelo. Kaja llama a su madre con su celular y llora culposamente al no poder encontrar a su hermana. La escena más emblemática en “The Blair Witch Project” muestra a la protagonista en lágrimas también hablándole a su familia, solo que mirando hacia la cámara. Los terrores en ambas películas quedan inexplicados. Se podría argumentar que son variantes de lo gótico. Si las “brujas” son el contrapeso sobrenatural a las arrogancias de unos chicos citadinos y acomodados del primer mundo, el ultraderechismo en “Utoya” es representado como una fuerza diabólica, una que literalmente sacrifica niños.

La película hace un estupendo trabajo en mostrar la geografía de la isla. El espectador logra ubicarse bien. Hay una explanada sobre la que se levantan las decenas de carpas de los chicos. Hacia la derecha, un bosque. Y, atravesando el bosque, están los acantilados, un mar de agua muy fría y la posibilidad de un escape. Kaja se mueve con soltura en esta geografía a plena luz del día, como si la conociera muy bien. Por momentos, una película de aventuras se desarrolla. Me vino a la mente “First Blood” (o “Rambo”). Kaja ayuda a otros compañeros, busca mantener la calma, hace torniquetes. Mientras sus compañeros se doblan los tobillos o quedan ensangrentados, el cuerpo de Kaja parece inmune a los rigores de la naturaleza.

La fotografía de “Utøya” está deliberadamente lavada o desaturada. No hay embellecimiento alguno. Es un recato que intenta restringir la película del entretenimiento que también es. Políticamente tiene dos mensajes, más o menos explícitos. Uno tiene que ver con el género: la protagonista es una joven mujer. Kaja se empodera mientras va sobreviviendo. El segundo mensaje sugiere las motivaciones del asesino. A lo largo de la película, el director se ha preocupado en mostrar la diversidad racial de los rostros de los chicos noruegos en el campamento: una convivencia en armonía que la ferocidad de los balazos busca destruir.


3.5/5

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