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jueves, 26 de noviembre de 2020

"Kentukis" de Samanta Schweblin. Reseña.


La palabra "kentuki" remite por pura sonoridad al estado sureño de Estados Unidos. O quizá a alguna palabra japonesa. Pero no es lo uno ni lo otro. En la novela de Samanta Schweblin, “kentuki” es el nombre de unos muñecos de peluche de alta tecnología que pueden ser adoptados como mascotas, y cuyos ojos funcionan como videocámaras. Los kentukis se marketean y venden como iPhones, a nivel global, en todos los países. Son a la vez una monada, una moda y una adicción.

Hay aires futuristas en esta premisa, pero el universo kentuki no se aleja mucho del que vivimos hoy. Mientras leía la novela, no podía dejar de pensar en la sutil ciencia ficción de George Saunders, esa que se despega muy poco de lo contemporáneo, y a la que solo le basta modificar uno o dos elementos de lo habitual para volver lo narrado muy extraño.

Con Kentukis sucede algo similar. Al inicio no tenemos idea qué esperar. En la apertura, un kentuki merodea en el dormitorio de tres adolescentes que traman un plan para atormentar a una rival. El artefacto, pleno de autonomía, parece salido de la serie Black Mirror, pero sugiere también una suerte de demonio menor o genio de la lámpara inoportunamente liberado. Este vínculo con el terror tal vez sea influencia de mi recuerdo aterrado de la novela anterior de Schweblin, Distancia de rescate, pero hay ciertas marcas del horror en la narración: a las adolescentes se les ocurre usar una tabla ouija para comunicarse con el muñeco y éste, inesperadamente, se vuelve en contra de ellas. Es un gran inicio.

Sin embargo, la tensión del arranque no tiene resolución. La fábula de las niñas acaba ahí. Schweblin pasa luego a contar otro episodio del universo kentuki, con otros personajes que, luego veremos, nada tienen que ver con los iniciales. A este episodio le sigue otro y, después, otro. A la par que uno comienza a intuir la estructura de la novela, también uno va enterándose más sobre los muñecos. Los “kentukis” están manejados, en realidad, por otra persona, una total desconocida con conexión a internet, que acepta actuar de mascota-esclava. Quien compra el muñeco es, en cambio, un “amo”. Las interconexiones entre amo y mascota son completamente azarosas y globales. Por ejemplo, se puede ser mascota sudamericana de un amo europeo. El amo posee físicamente a la mascota, pero la mascota, con la videocámara, puede mantener oculta su identidad mientras observa el mundo de su amo. Rápidamente empiezan a surgir las preguntas: ¿quién tiene realmente el control de las cosas?

La novela, qué duda cabe, es ambiciosa. No solo se propone mostrar las tuercas y engranajes (o quizá los circuitos y los chips) de este mundo inédito, sino que en la acumulación de personajes, situaciones y ambientes, va desplegando además una sociología. Todo lo narrado se ciñe a la interacción entre amos y kentukis (que son, no hay que olvidarlo, otras personas detrás de una computadora), y a los comportamientos y emociones que esta interacción produce: fascinación, morbo, susto, decepción. Visto en perspectiva, el gran personaje es el colectivo o la humanidad. 

Es quizá por eso que no hay mayores clímax, aunque la novela posea un puñado de historias que sí tiene desarrollo y que estructuralmente lleva la lectura hacia adelante. Kentukis es, sobre todo, un oleaje narrativo que hace flotar a los personajes en eventos curiosos, insospechados, pero muchas veces ordinarios: una joven chica argentina se inquieta por la presunta infidelidad de su novio; una avejentada madre solitaria en Perú vive vicariamente la maternidad con una chica alemana; un adolescente en Antigua sueña con salir de su cuarto y conocer la nieve escandinava. Lo que parece llamar la atención de Schweblin es ese desfase entre un ingenio tecnológico que avanza a zancadas y una humanidad que sigue siendo pequeña, corriente, promedio.

No hay que forzar mucho la cabeza para entender que es la vida del internet global lo que está explorándose. Si el kentuki es una metáfora de la vida digital contemporánea, ésta pareciera tener dos caras: una lúdica y la otra siniestra. La ilusión del juego es suficiente enganche para empezar con la adopción de un muñeco, pero los humanos detrás de cada kentuki nunca se revelan completamente, mantienen sus intenciones opacas, o terminan distorsionados por una interacción limitada y de poca calidad (¿hay detrás de ellos una persona de bien o un criminal?). Por su parte, los amos no son más transparentes. Desde lo estrecho de una videocámara, sus propias vidas parecen marcadas por lo arbitrario y lo veleidoso. La novela no es una completa distopía, pero su clima grisáceo la acerca a ella. En ella, los seres humanos están sedientos de socialización. Pero, como diría el historiador Andrew Keen, uno de los más duros críticos de las redes, internet no es la respuesta.

3.5/5

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