Si prestamos atención a sus momentos culminantes, la última película de Christopher Nolan contiene en realidad dos películas. Estas dos películas suman, comprensiblemente, tres horas. Una de estas películas es mejor que la otra.
"Oppenheimer" relata la historia de cómo el físico teórico Robert Oppenheimer se convierte en el director del Proyecto Manhattan, el célebre programa militar secreto estadounidense que desarrolló la primera bomba atómica durante la Segunda Guerra Mundial.
Como se sabe, a principios de los años cuarenta y en pleno conflicto bélico, Estados Unidos temía que los científicos del Tercer Reich crearan una bomba de enorme potencia basada en los últimos descubrimientos de la física, y que con ella no solo ganaran la carrera nuclear, sino también la guerra para Alemania. El Proyecto Manhattan se organizó a contrarreloj y logró su objetivo de fabricar la bomba antes que los nazis. Esta hazaña intelectual, científica y militar, irónicamente, nunca fue empleada contra los alemanes.
Esta es la primera película que narra "Oppenheimer", y es brillante. Es conocido que la sensibilidad de Nolan es épica, y quizá sea ocioso enumerar las virtudes técnicas de esta película. Basta con decir que el espectáculo está asegurado. Pero más allá de lo virtuosamente técnico y material, "Oppenheimer" logra sobre todo mantener el interés gracias a la gran actuación del misterioso Cillian Murphy en el papel del científico. Oppenheimer no es un personaje fácil de entender. Es complejo y contradictorio, frío sentimentalmente y apasionado científicamente a la vez. Le lleva largos minutos enlazar su genialidad abstracta en la burbuja universitaria del inicio con el aterrizaje forzoso de la ciencia aplicada en la urgencia de una guerra. Esta transformación que Murphy logra con su personaje es lo mejor de la película. El "nerd" de las fórmulas se convierte verosímilmente en un soldado comprometido en el frente intelectual de la batalla.
Es evidente que Nolan simpatiza con Oppenheimer. Narra su ascenso como una aventura que nos obliga a identificarnos con la misma emoción que sienten las luminarias científicas convocadas en el Proyecto Manhattan al concebir y crear un arma de destrucción masiva que confirme sus teorías. Evita, eso sí, dar confusas lecciones de física. Lo que hace es guiarnos a través de la complejidad logística de armar un equipo de trabajo, levantar un laboratorio en medio del desierto del tamaño de un pueblo del lejano oeste y hacerlo funcionar. En la película hay admiración por esta ambición a prueba de derrotismos (no descarto una admiración por la ética de trabajo americana). Cuando la bomba finalmente explosiona en la primera prueba exitosa en medio del desierto de Nuevo México (una escena memorable), uno no puede sino maravillarse de cómo lo que se escribió con fórmulas en un pizarrón se vuelve realidad. El momento apoteósico, una nube de llamaradas en forma de hongo tejiéndose en medio de la oscuridad, se corona con aplausos y felicitaciones mutuas entre científicos y militares. Evidentemente, Nolan nos está manipulando, ya que el éxito del Proyecto Manhattan tiene un reverso sombrío: las miles de muertes futuras en Hiroshima y Nagasaki. Hasta aquí la primera película.
La segunda película que relata Nolan es lo que ocurrió con Oppenheimer después de Hiroshima y Nagasaki. El científico que jugó a ser Prometeo, plenamente convencido de sus ideas y poder, cede paso al ser humano vulnerable y contrariado por las consecuencias mortales de la guerra. Siguiendo la historia de la película, estas dudas públicas le causan a Oppenheimer problemas con el gobierno. Se sospecha que podría ser nada menos que un espía comunista. Sin embargo, la trama aquí se vuelve abstrusa. En esta segunda parte, "Oppenheimer" deja de ser contada con imágenes y prefiere hacerlo con palabras y discursos en audiencias congresales y comisiones investigadoras de interrogatorios agresivos. No tiene mucho sentido desenredar la madeja. Además, aunque he dividido la película en dos, las dos partes de Nolan no se muestran consecutivamente; están entrelazadas y de manera a veces caprichosa (hay escenas en blanco y negro que no se refieren al pasado, como suele ser la convención en el cine, sino al futuro). Nolan exige demasiado a su espectador, quizás creyendo que, como él, ha revisado la película cientos de veces en la sala de edición. Los diálogos suelen presentarse a toda velocidad y los dilemas morales que la película va sembrando, tan complejos como una ecuación de física cuántica, deben resolverse, con los múltiples cortes y saltos en el tiempo, tan rápido como sumar dos más dos.
Pero las intenciones quedan, grosso modo, claras. Nolan desea que contrastemos al Oppenheimer que imagina una bomba teórica con el Oppenheimer después de las incineraciones reales en Japón. El científico atrevido de la primera parte se convierte en un opinólogo arrepentido en la segunda. Las opiniones públicas de Oppenheimer chocan, por supuesto, con el establishment bélico, que busca destruir su reputación. Si bien la lealtad del físico a los EEUU queda fuera de toda duda, no ocurre lo mismo con su confianza en la ciencia y la búsqueda ciega de conocimiento prohibido. La película añade así más pisos a su torta y pierde consistencia y convicción. Nolan es mucho más eficaz cuando muestra al Oppenheimer lleno de espíritu emprendedor, una mezcla de Edison con Ford, que al confundido y débil filósofo de la edad otoñal en un proceso interno difícil de representar en imágenes. Por eso, y antes que ceder al facilismo retórico, Nolan se ve en la necesidad épica de concluir su película con un big bang, un subrayado quizás demasiado moralista (o "woke"): la imagen de la Tierra envuelta en llamas como resultado de las armas nucleares.
Dicho lo anterior, "Oppenheimer" es una de las mejores películas que he visto de Nolan y logra ser entretenida hasta donde pueden ser entretenidos los interrogatorios del Congreso estadounidense. Al final, la gran pregunta que queda en el trasfondo es: ¿habríamos nosotros también creado y lanzado una bomba atómica para terminar una guerra? La película quisiera que respondiéramos que no.
8/10