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martes, 16 de enero de 2024

El silencio de Vargas LLosa

 La noticia cultural más importante del Perú en 2023 no se dio por alguna obra artística creada, sino por algo que ya no se creará más. El año pasado, nuestro Nobel, Mario Vargas Llosa, anunció al mundo que se retira de la escritura. A partir de 2024, no habrá ningún texto nuevo que lleve la firma de Vargas Llosa (a menos que llegue a publicarse un prometido libro sobre Sartre). El anuncio fue tan impactante que creo que divide la historia cultural del país: el Perú con Vargas Llosa y el Perú sin Vargas Llosa.

Pero el retiro del Nobel no ha motivado, creo, mayores reflexiones en la prensa peruana cultural (la que aún queda). Y eso a pesar de que Vargas Llosa se ha despedido con brío publicando una última novela, “Le dedico mi silencio”, que, según algunos, ha sido lo mejor del 2023. Que Vargas Llosa, por más físicamente disminuido que esté a los 87 años, pueda estar aún entre lo mejor de un año literario, revela mucho sobre la distancia que hay entre él y sus hijos literarios locales.

Mi relación como lector con Vargas Llosa —la única que he tenido con el escritor— empezó en el colegio leyendo “La ciudad y los perros”. No sé si esta novela, su primera novela publicada en 1963, siga siendo lectura obligatoria escolar, pero me sorprendería que lo fuera en esta era de la hipersensibilidad. La novela es feroz, violenta, cruel y no tan fácil de leer. Está muy influida por el modernismo anglosajón de la primera mitad del siglo XX, en el que la vistosa elaboración formal era sinónimo de excelencia artística. Sigue siendo, por supuesto, un gran texto.

Pero en ese primer momento también conocí al escritor en su condición de celebridad internacional y cuando su liberalismo, el de la admiración a Margaret Thatcher, era casi monolítico. No tenía idea de su pasado ideológico. Me sorprendió enterarme en esos adolescentes ochenta, por ejemplo, de que Vargas Llosa había sido socialista y un defensor acérrimo de la Revolución Cubana y de Fidel Castro, a quienes como liberal converso criticaba ahora con ferocidad, lo que a su vez motivaba que le llovieran duros palos. Quizás sorprenda poco que la lectura de las novelas de Vargas Llosa haya dependido tanto de los vaivenes políticos de Hispanoamérica. O quizás deberíamos tenerlo más en cuenta. En esta región, literatura y política caminan muy unidas. Ese maridaje es una tradición desde el XIX. Desde ese punto de vista, el retiro de Vargas Llosa no es solo una noticia cultural, sino también una noticia política, probablemente para mal.

El Vargas Llosa liberal ha sido una piedra incómoda en el zapato del establishment cultural regional, que desde la Revolución Cubana tiende hacia a la izquierda y, a veces, muy radicalmente hacia la izquierda. Que un novelista de enorme talento, sin duda el más brillante de la historia peruana y de los mejores de la hispanoamericana, haya virado tanto hacia la derecha, ha sido un enigma medio descarado para estas izquierdas. 

Ante lo evidente de la calidad literaria, las izquierdas culturales han realizado algunos malabares retóricos para adaptarse al fenómeno del Vargas Llosa liberal. Por ejemplo, algunos de sus miembros han preferido leerlo por cuerdas separadas, argumentando que una cosa son sus novelas y otra muy distinta sus opiniones políticas. Otros han preferido decir que las novelas que realmente valen son las de su primer período (“La ciudad y los perros”, “La casa verde”, “Los cachorros” y “Conversación en La Catedral”), cuando era un intelectual revolucionario y socialista. Pero estos mismos personajes olvidan que después del escándalo del caso Padilla en Cuba y de que Fidel Castro prohibiera en 1971 el ingreso de Vargas Llosa a la isla “por tiempo infinito”, buena parte del mundillo académico hispanoamericano (y peruano también) dio una voltereta sorprendente y dejó de reconocer el valor de Vargas Llosa como intelectual político, teórico de la literatura e incluso como novelista (Efraín Kristal, en su libro sobre Vargas Llosa, cuenta muy bien esta historia). Fueron descartadas como frívolas, engañosas y falsamente revolucionarias precisamente aquellas primeras novelas que antes el establishment cultural había elogiado, aquellas primeras novelas que hoy muchos consideran “clásicas” e inobjetables para diferenciarlas de las del período “liberal”. Parece que no es posible leer las ficciones de Vargas Llosa sin las anteojeras políticas.

Sin embargo, la mejor excusa de la izquierda para apropiarse del Vargas Llosa liberal apareció cuando el novelista inició una pelea frontal contra Alberto Fujimori luego del autogolpe de 1992. A pesar de que Fujimori emprendió algunas de las reformas económicas liberales que el propio Vargas Llosa propuso durante la campaña presidencial de 1990, el novelista justificó su cruzada antifujimorista asegurando que democracia y liberalismo económico se implicaban mutuamente. No puede haber democracia sin libertad económica, ni libertad económica sin democracia. Como Fujimori no había un honrado una parte de la ecuación, no era ni podría ser un auténtico liberal y menos un demócrata. El antifujimorismo de Vargas Llosa, que duró largos años, apaciguó o disfrazó la tensa relación de Vargas Llosa con las izquierdas. 

Pero llegó el siglo XXI y con él una nueva ola roja a Hispanoamérica. Los analistas liberales la han llamado “el estallido del populismo”, título de un libro editado por Álvaro Vargas Llosa. Aparecieron en la escena política Chávez, Evo, Correa, la segunda Bachelet, López Obrador, la influencia del Foro de São Paulo, y más recientemente, Castillo, Boric y Petro.

Vargas Llosa, con la medalla del Nobel adornando el pecho y octogenario, consideró importante dar una última batalla política e inició una serie de abiertos respaldos a candidatos hispanoamericanos de derecha. El clímax de esta última etapa como animador político fue el inesperado espaldarazo que le otorgó a Keiko Fujimori, la hija del dictador, en la campaña del 2021 contra el estalinista Pedro Castillo, dejando atrás décadas de ácido enfrentamiento. ¿Fue ese respaldo ir demasiado lejos? Realmente no, si acaso se lo ha seguido atentamente. Pero lo cierto es que después de ello Vargas Llosa y la izquierda cultural tuvieron un nuevo rompimiento. Uno más, por supuesto. Después de que Vargas Llosa aceptara ser condecorado por el gobierno constitucional de Dina Boluarte, a quien hoy la izquierda considera una “usurpadora”, una asesina y hasta una dictadora, el divorcio parece ser definitivo.

Tengo la impresión de que por todo lo anterior, por la malhadada política, el silencio de Vargas Llosa, que cierra una era en la historia peruana, no ha suscitado mayores homenajes locales. Nuestro medio cultural, inflado por la politiquería, no se siente en orfandad por el retiro de uno de sus mayores referentes. Tampoco está dispuesto a mostrar un ápice de gratitud por un hombre de cultura que ha pensado como pocos tan intensamente sobre el Perú, sea en la ficción, la prensa o en los ensayos. ¿Habrá dejado Vargas Llosa de ser un digno rival ideológico para la izquierda? No es una pregunta alucinada. Hay síntomas.

Hace unos meses el New Yorker publicó una nota alertando sobre el giro de Vargas Llosa hacia la “derecha autoritaria”, y hace poco también, en El Comercio, un analista se mostró preocupado porque en las élites intelectuales peruanas abundaba el “antivargasllosismo”. Al novelista se le había colocado en los últimos tiempos una “letra escarlata”, decía, en alusión a la novela de Hawthorne. Cierto puritanismo en las élites provocaba que estudiantes, intelectuales y periodistas lo rechazaran de plano. El columnista remataba preguntándose si acaso el legado de Vargas Llosa pudiera terminar “peligrosamente confinado”. Es una inquietud válida. ¿Podría Vargas Llosa pasar al olvido en el Perú?

En el Perú todo puede suceder y, de hecho, está dentro de lo posible, aunque no de lo verosímil, que un autor como Vargas Llosa sea arrimado por pura politiquería a un rincón de la memoria cultural del país. Pero para que Vargas Llosa sea olvidado de la historia de la literatura —si deseamos hacer ese ejercicio mental— se necesitaría algo más que la mezquindad de sus compatriotas.

Por ejemplo, se necesitaría que se borrara de la historia uno de los momentos cumbre de la literatura hispanoamericana: el célebre boom, en el que Vargas Llosa fue la punta de lanza de un grupo de escritores enormes, entre los que se encontraban además Carlos Fuentes, Julio Cortázar y Gabriel García Márquez (otro Nobel). Es decir, para que Vargas Llosa quedara en el olvido, también tendrían que desaparecer de la historia de la literatura Fuentes, Cortázar y García Márquez y, junto con ellos, otros nombres brillantes que fueron arrastrados a la notoriedad gracias al boom, ya sea como precursores o continuadores: Onetti, Donoso, Cabrera Infante, y un largo etcétera. 

Yo sé que la izquierda siempre se propone imposibles en su terca lucha contra la realidad. Si es verdad que adolece de “antivargasllosismo”, a ver cómo le va en su intento de dejar a Vargas Llosa en el olvido. No dudo que ya están trabajando en ello.



viernes, 5 de enero de 2024

Plagios de Harvard, plagios del Perú

Afecten a quien afecten, ya sea a un centro de estudios como Harvard o a la Universidad César Vallejo del Perú, los escándalos públicos de plagio terminan pareciéndose mucho entre sí. Como peruano, eso es un alivio.


Por ejemplo, en el reciente escándalo de plagio que provocó la renuncia de la presidente de Harvard, Claudine Gay, un periodista de CNN expresó su defensa de la académica con una frase que sonó tan peruana que, por un momento, sentí una suerte de reivindicación colectiva: lo de Gay no fue un robo de ideas, dijo, sino una copia sin atribución. Vaya. En el Perú solemos decir como ironía ante la desfachatez que las cosas no se caen, sino que se desploman. Casi lo mismo.

Otra línea de respaldo a Gay fue la abierta y descarada justificación política, que en el Perú es moneda corriente (como seguramente lo es en todas partes). Diversos defensores de la académica afirmaron que las acusaciones de plagio en su contra han sido parte de una campaña de demolición llevada a cabo por conservadores de derecha. Argumentaron que si Gay, una experta en ciencias políticas, no estuviera en el centro de las controversias por sus opiniones sobre la libertad de expresión en relación con la guerra en Gaza, o no fuese una destacada abanderada de la ideología DEI (Diversity, Equity, and Inclusion), ninguno de sus opositores hubiera husmeado una sola línea en su breve trabajo intelectual. Sin embargo, la revista The Economist señaló en una nota reciente que las primeras sospechas y rumores de plagio en el trabajo de Claudine Gay aparecieron meses antes de que ella fuese elegida presidente de Harvard. No es muy persuasivo argumentar que la motivación para una acusación, por más política que sea (como sin duda ésta lo ha sido) elimine la falta.

En el Perú, las acusaciones de plagio aparecen en los titulares de prensa con cierta arbitrariedad, a veces con motivaciones políticas, a veces sin ninguna. El interés moderno por el plagio local quizás tuvo su gran apertura cuando el novelista Alfredo Bryce fue contundentemente acusado de plagiar decenas de artículos periodísticos, en una larga ola de denuncias que duró desde 2006 hasta 2012. El destape causó más tristeza que indignación y el shock cultural propició el descubrimiento de otros casos de escritores y periodistas locales que también habían evitado la fatiga del trabajo personal copiando el trabajo ajeno. Retrucar que “el plagio es un homenaje" ha solido ser la excusa de nuestros elegantes hombres de cultura al ser descubiertos, una manera de mandar al diablo a los acusetes.

A la distancia, la cultura digital, el internet y el señorío del Turnitin han hecho más sencillo y atractivo detectar casos de plagio, y quizás por ello, las denuncias se disparan con cierta frecuencia. Muy recientemente, acusaciones de plagio con motivaciones políticas (pero no por ello prácticamente irrebatibles ante la opinión pública) hicieron tambalear al poderoso César Acuña (en un caso que involucró a la Universidad Complutense de España), al expresidente Castillo (con una tesis sin rigor alguno para la universidad de César Acuña) y también a su sucesora, la actual presidenta Dina Boluarte. 

Tantos casos de tan alto nivel no nos sorprenden. En el Perú, muchos títulos académicos son truchos o falsificados, y comprar una tesis se realiza a la vista y paciencia de todo el mundo. Si a eso se le suma que es habitual que un político mienta sobre su hoja de vida, una acusación de plagio suena a exquisita redundancia. Además, no hay que olvidar que este es también el país de la piratería: copiar lo ajeno es casi un acto de supervivencia. El Perú y el plagio mantienen una relación simbiótica: ¿sabrá Harvard cuántos colegios de educación primaria y secundaria se llaman aquí Harvard? He ahí un buen tema —original— para algún académico.

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