Por ejemplo, en el reciente escándalo de plagio que provocó la renuncia de la presidente de Harvard, Claudine Gay, un periodista de CNN expresó su defensa de la académica con una frase que sonó tan peruana que, por un momento, sentí una suerte de reivindicación colectiva: lo de Gay no fue un robo de ideas, dijo, sino una copia sin atribución. Vaya. En el Perú solemos decir como ironía ante la desfachatez que las cosas no se caen, sino que se desploman. Casi lo mismo.
Otra línea de respaldo a Gay fue la abierta y descarada justificación política, que en el Perú es moneda corriente (como seguramente lo es en todas partes). Diversos defensores de la académica afirmaron que las acusaciones de plagio en su contra han sido parte de una campaña de demolición llevada a cabo por conservadores de derecha. Argumentaron que si Gay, una experta en ciencias políticas, no estuviera en el centro de las controversias por sus opiniones sobre la libertad de expresión en relación con la guerra en Gaza, o no fuese una destacada abanderada de la ideología DEI (Diversity, Equity, and Inclusion), ninguno de sus opositores hubiera husmeado una sola línea en su breve trabajo intelectual. Sin embargo, la revista The Economist señaló en una nota reciente que las primeras sospechas y rumores de plagio en el trabajo de Claudine Gay aparecieron meses antes de que ella fuese elegida presidente de Harvard. No es muy persuasivo argumentar que la motivación para una acusación, por más política que sea (como sin duda ésta lo ha sido) elimine la falta.
En el Perú, las acusaciones de plagio aparecen en los titulares de prensa con cierta arbitrariedad, a veces con motivaciones políticas, a veces sin ninguna. El interés moderno por el plagio local quizás tuvo su gran apertura cuando el novelista Alfredo Bryce fue contundentemente acusado de plagiar decenas de artículos periodísticos, en una larga ola de denuncias que duró desde 2006 hasta 2012. El destape causó más tristeza que indignación y el shock cultural propició el descubrimiento de otros casos de escritores y periodistas locales que también habían evitado la fatiga del trabajo personal copiando el trabajo ajeno. Retrucar que “el plagio es un homenaje" ha solido ser la excusa de nuestros elegantes hombres de cultura al ser descubiertos, una manera de mandar al diablo a los acusetes.
A la distancia, la cultura digital, el internet y el señorío del Turnitin han hecho más sencillo y atractivo detectar casos de plagio, y quizás por ello, las denuncias se disparan con cierta frecuencia. Muy recientemente, acusaciones de plagio con motivaciones políticas (pero no por ello prácticamente irrebatibles ante la opinión pública) hicieron tambalear al poderoso César Acuña (en un caso que involucró a la Universidad Complutense de España), al expresidente Castillo (con una tesis sin rigor alguno para la universidad de César Acuña) y también a su sucesora, la actual presidenta Dina Boluarte.
Tantos casos de tan alto nivel no nos sorprenden. En el Perú, muchos títulos académicos son truchos o falsificados, y comprar una tesis se realiza a la vista y paciencia de todo el mundo. Si a eso se le suma que es habitual que un político mienta sobre su hoja de vida, una acusación de plagio suena a exquisita redundancia. Además, no hay que olvidar que este es también el país de la piratería: copiar lo ajeno es casi un acto de supervivencia. El Perú y el plagio mantienen una relación simbiótica: ¿sabrá Harvard cuántos colegios de educación primaria y secundaria se llaman aquí Harvard? He ahí un buen tema —original— para algún académico.