Este sencillo aviso del grupo de voluntariado Kúrame podría despejar una pregunta que muchos se hacen: ¿logró aprobar Richard Gálvez los exámenes psicológicos de rigor para sus voluntarios activos? Las valientes investigaciones periodísticas seguirán hurgando con el transcurso de los días en este nuevo fenómeno peruano y a ellas estaremos atentos.
Pero de lo que no tenemos duda alguna es que, excéntrico o no, dislocado social o no, Richard Gálvez, imitador de Michael Jackson (foto 1), posee una memoria prodigiosa, casi fotográfica: Gálvez ha podido decirnos, por ejemplo, que ninguna mujer acompañaba al presidente García cuando salió del ascensor en el hospital Rebagliati; cómo posicionó las manos el personal de seguridad cerca de su cuerpo, sin tocarlo; y ha podido dar el tono exacto con que el presidente, imaginamos que atrapado por la ira, dijo "vete al carajo" al tiempo que volcaba su mano izquierda post-Mistura sobre el esmirriado lado derecho de su rostro. Fue algo como "betialcaruju".
Lo ha repetido mil y un veces. No se ha contradecido una sola.
La nación se hallaba en plena celebración literaria por el Nobel a Mario Vargas Llosa, pero la realidad, como reza el cliché, desborda cualquier ficción. Y Gálvez es, para lamento de los fabuladores, un personaje inimaginable. Le tocó a él ser canalizador de quién sabe cuántos exabruptos privados e impublicables que en el Perú de hoy se manifiestan contra nuestra máxima autoridad. Al presidente norteamericano George W. Bush le fueron lanzados dos zapatos que supo esquivar con tejana agilidad. Pero las palabras viajan a 343 metros por segundo -tal es la velocidad del sonido- y habida cuenta de la distancia que separaba a los dos protagonistas de la historia peruana -cuatro metros, según, nuevamente, testimonio milimétrico de Gálvez- no hay oreja humana capaz de esquivar o hacerse la sorda ante tres sílabas lanzadas como de un Mirage: "co-rrup-to".
A Gálvez le ha tocado, por esa ley shakespeareana que dicta que a algunas personas la grandeza les cae encima de golpe, ser estandarte de causas imposibles. Propone que la memoria del desaparecido Michael Jackson deje de ser perseguida maliciosamente por la extraña afición a los púberes del cantante. También que insultos y acusaciones sin pruebas se consideren genuina práctica de la libertad de expresión. No está solo. Una marea de fervientes practicantes del moonwalking y del adelantamiento eléctrico del pubis parecen dispuestos a manifestarse cuantas veces sean necesarias para defender la inocencia post-mortem del nunca condenado en vida MJ.
Y tal como consta en inesperado vídeo de los segundos posteriores al altercado del Hospital Rebagliati, no pocos peruanos consideran el adjetivo corrupto parte constitutiva del ejercicio pleno de la ciudadanía y de una bien entendida democracia. Lo reclamaron a voz en cuello mientras la fuerza de la autoridad insistía en detener a Gálvez en las puertas del hospital mientras éste se sujetaba en franca rebeldía a los fierros de su libertad (materializados en los soportes de una planta de sombra).
Este movimiento cívico breve y espontáneo no sólo podría verse refrendado por algún cambio en nuestros códigos legales, sino también por la incorporación en el paisaje urbano de maceteros estratégicamente colocados que señalen zonas inmunes al largo brazo -o manaza- de la injusticia. Un "ampay me salvo" abreviado, cómodo y oportuno ya que nunca se sabe por dónde aparecerá el abuso.
¿Es Richard Gálvez un novísimo giro en el libertarismo siempre a duermevela en el país? Ya fue bastante extraño que veinte años atrás un literato saliera en defensa de los banqueros con una labia tan compleja como las letras pequeñas de los contratos crediticios. Fue en nombre de la libertad. No nos extrañe entonces que sea hoy un Richard Gálvez -tan histriónico como el escritor, tan consciente también de su cita con la historia- quien reclame esa misma libertad no ya en nombre de los poderosos, sino de aquellos anónimos a quienes solo les queda exteriorizar hipos indignados saltándose los engorrosos mecanismos del sistema. Llegar hasta las redacciones internacionales ha sido un pequeño gran triunfo de la siquis torturada -pero no muda- de un país que, aunque vota tapándose la nariz, necesita tomar una gran bocanada de aire liberador para seguir sobreviviendo. Tres bocanadas: una para cada sílaba.
Quizás Richard Gálvez se convierta en comidilla de cronistas que intentarán convertirlo en un héroe más o menos transitorio. Quizás su rostro adorne los reversos de apuradas camisetas. Pero quizás su recuerdo persista por algún tiempo en muchos peruanos acompañado de una sonrisa maliciosa: esa que privadamente aparece en los minutos previos antes de dormir, ya que mientras se duerme y en sueños no hay ley que valga, autocontrol que cuente, ni cachetadón que duela.