Buscar este blog

lunes, 1 de diciembre de 2025

"Chavín de Huántar: el rescate del siglo" - la película


“Chavín de Huántar: el rescate del siglo” es una de esas películas que recuerdan que el cine se ha rodado con diversas intenciones: entretenimiento, arte, propaganda y, por supuesto, exaltación de valores nacionales. Este primer largometraje de Diego de León (un joven director español afincado en Lima hace más de una década) es lo último: cine bélico de acción para aplaudir al final con la escarapela rojiblanca colgada sobre el pecho.

No es que los peruanos —siempre huérfanos de referentes— lo necesitemos más que los ciudadanos de otros países. Es más, cine bélico de corte nacionalista hemos tenido muy poco. Siendo sinceros, más son las películas que nos recuerdan lo fallidos que somos como nación. Comparemos: Hollywood tiene una larga lista de películas bélicas y patrióticas que, además de agitar la bandera de estrellas, funcionan como buenos entretenimientos. Cito dos que suelen andar por el cable y que mi generación conoce bien: “Top Gun” y “Salvando al soldado Ryan”. Ambas son muy entretenidas. Pero, ¿puede alguien negar lo nacionalistas que son? ¿O lo tontos que nos vemos cuando admiramos vicariamente el nacionalismo ajeno?

Con "Salvando al soldado Ryan" de Steven Spielberg, "Chavín de Huántar" tiene algunas semejanzas (dejando de lado, claro, sus enormes diferencias de presupuesto). Lo evidente: ambas tratan de una operación militar de rescate y ambas son un homenaje patriótico a los mártires de la guerra que hicieron posible la vida próspera de las generaciones siguientes. Esta segunda idea es muy poderosa y constituye una definición de lo heroico.

Pero hay algo más: ambas evaden las controversias ideológicas, la politiquería donde podría cocinarse una contranarrativa. Como recordarán, en "Salvando al soldado Ryan", una película ambientada en la Segunda Guerra Mundial, no hay intrigas de cuello y corbata en los corredores del Capitolio. Tampoco hay discursos de Roosevelt o de Truman. Solo aparecen soldados comunes y corrientes cumpliendo una misión casi burocrática tras las líneas enemigas alemanas. Burocrática, pero incontrovertible en su necesidad: que una madre no pierda un hijo más en la guerra. Una misión así sería igual de urgente para cualquiera que no sea estadounidense.

"Chavín de Huántar" sigue, a grandes trazos, esa hoja de ruta. Elimina la política —muy presente, por supuesto, en los hechos reales de diciembre de 1996 y en unos noventa peruanos absolutamente fujimorizados— y se concentra solo en la heroicidad incontrovertible e idealizada de los protagonistas, lejos del alcance de quien quiera deliberar con el libro de ciencia política bajo la axila.

El esquema es, por lo tanto, muy transparente: cuando vemos a cientos de personas inocentes —entre ellas, mujeres y ancianos— secuestradas a punta de fusil en una enorme residencia en la que se celebra un evento de gala, no es difícil detectar quién es el enemigo y quiénes son los patriotas. Hasta un niño de cinco años lo tendría claro. Es lo que presenta "Chavín de Huántar" y, al hacerlo, se exime de mayores contextualizaciones o de plantear cualquier mínima controversia. La película muestra, por supuesto, que el enemigo terrorista es el MRTA, pero no se toma ninguna molestia en explicar ideológicamente al grupo (ni siquiera usa el nombre real del cabecilla Néstor Cerpa), o si acaso el MRTA es algo distinto de Sendero Luminoso. En "Chavín de Huántar", lo denso es superfluo. Algunos pensarán, sin duda, que esta trama raquítica es una oportunidad desperdiciada para un “debate mayor” sobre los años de la violencia peruana. Puede ser. Solo describo. El caso es que, establecidas estas sencillas reglas de juego —patriotas contra enemigos de la patria—, "Chavín de Huántar" se propone esencialmente hacer cine bélico de acción: dramatizar el rescate de los rehenes.

Este objetivo tan acotado tiene buenos momentos, pero también limitaciones. Fiel a su simplicidad, a la película le cuesta envolvernos en su mundo alterno y, como dicen los gringos, suspender nuestra incredulidad. El muy planificado golpe terrorista del secuestro al inicio se resuelve con excesiva brevedad y ni siquiera se percibe un esfuerzo por disfrazarlo de thriller. La existencia del mundo exterior fuera de la residencia (nada menos que un país, y el mundo entero, expectantes a la resolución del drama) se sugiere con clips de noticiarios que duran apenas segundos. En estos primeros minutos vacilantes, el espectador debe apoyarse mucho en lo que ya sabe sobre lo ocurrido en ese lejano 1996. Pero las cosas cambiarán después, cuando queda claro que el protagonismo no está en los rehenes, sino en los comandos que realizarán el rescate, sobre todo en el líder Juan Valer (nombre real del héroe), conocido como Chizito, bien personificado por Rodrigo Sánchez Patiño. Valer es el corazón de la película. De él conocemos su carácter, su esposa, hijos y vida familiar. Estos elementos serán claves al final. 

La película vence resistencias cuando arranca el entrenamiento de los comandos, una vez decidido que se optará por una incursión militar de rescate bautizada Chavín de Huántar, que, si uno no es peruano, debe sonar muy extraño. El nombre remite a una de nuestras más apreciadas, antiguas y feroces culturas prehispánicas y a su impresionante edificación ceremonial, un fortín laberíntico —un guiño metafórico a la residencia secuestrada— ubicado en las sierras de Huántar. La apuesta es enorme y así está señalado explícitamente en el guion: todos los rescates de ese tipo en la historia han concluido con una pila de muertos. Desde el punto de vista militar, prácticamente el único en la película, no queda más que planificar, ejercitar, corregir y repetir. Una y otra vez.

El director De León lo resuelve bien: el entrenamiento es muy verosímil. Convencen el movimiento de los cuerpos, los gestos de la cara y la manipulación de las armas. Los diálogos son mínimos, esencialmente gritos e interjecciones. No se requiere más. Cuando los comandos pasan de practicar sobre un trazado de tiza en un patio que simula los espacios de la embajada a un laberinto de muros con globos de colores colgados que representan rehenes y secuestradores, ya estamos enganchados. Queremos ver el rescate.

Pero he aquí que la película inocula una idea que nos desbaratará después: lo que los comandos van automatizando en los entrenamientos no será lo mismo que encontrarán en la residencia. Es uno de los grandes aciertos de "Chavín de Huántar" (y un buen aporte al imaginario contrasubversivo): la ficción controlada de los ejercicios amplificará, por contraste, la violenta y cruenta realidad del rescate.

Con tantas expectativas sobre la mesa, la película no podía fallar en sus escenas cruciales, y no lo hace. Muy al contrario: el rescate es el gran clímax y, probablemente, una de las mejores secuencias de acción del cine peruano (junto a otras que han quedado en la memoria, como, por ejemplo, las citas a Coppola en la masacre de El Frontón en "Alias La Gringa", de Alberto Durant, película de 1991). En el rescate, lo de De León es un amasijo de caos, ruido y tensión en el que la posibilidad de caer muerto se expone con efectiva crudeza. Al ingresar, los comandos tienen el máximo cuidado de no disparar a ningún rehén. Mientras tanto, los terroristas lanzan granadas. Conocemos cómo va la historia: mueren todos los emerretistas y caen dos comandos, incluido el líder Juan Valer. La totalidad de los rehenes fue, casi milagrosamente, rescatada con vida (moriría uno después). En los momentos finales, una llamada telefónica a casa informa a la esposa de Valer (Connie Chaparro) que su esposo ha caído en combate. Sus hijos pequeños la miran derrumbarse. Hasta el caviar más duro tendría el corazón hecho trizas. Si las audiencias peruanas aplauden al final de cada una de las proyecciones de la película (sucedió en la que asistí, en Miraflores), es porque la cinta expresa con éxito su literalidad: las acciones heroicas son admirables porque poseen un nivel de desprendimiento que es realmente escaso.

¿Qué es el nacionalismo? Escuetamente, se podría decir que es un sentimiento que surgió en el siglo XIX y, en nuestro caso hispanoamericano, barnizado con brochazos románticos en plenas luchas por la independencia. Benedict Anderson, en su texto clásico sobre el nacionalismo, "Comunidades imaginadas", dice que, ante el retroceso de la subjetividad religiosa, el nacionalismo fue ocupando su lugar. La idea de los límites territoriales fue potenciándose y también la idea de morir por una nación.

"Chavín de Huántar" confirma que todos esos sentimientos siguen vigentes. Y, probablemente por ello, no sea cine en el sentido convencional del término. Es la dramatización de una emoción y está más cerca de la iconografía de nuestros héroes nacionales —Bolognesi, Grau— que de una ficción que haya que corregir o debatir. Por supuesto, un sentimiento no basta para construir buenas obras públicas o democracias solventes. Pero tampoco se logran sin él. Más de un millón de espectadores que la han visto parece considerarlo así, para pesar de la crítica más sesuda.

jueves, 18 de septiembre de 2025

El caso Jimmy Kimmel


El caso Jimmy Kimmel es realmente de nicho, porque por aquí en Perú solo cuatro gatos siguen a los conductores del late night americano. Pero podría ser ilustrativo de los tiempos que corren.

Como saben, el comediante Kimmel fue despedido de ABC (Disney) porque, en su programa nocturno, afirmó que el asesino del influencer político Charlie Kirk provenía de las derechas de MAGA, cuando lo cierto —todas las evidencias apuntan a ello— es lo contrario. El asesino tenía, y sigue teniendo, una agenda política de izquierdas. Las afirmaciones de Kimmel provocaron una enorme ola de críticas desde las derechas gringas.

La pregunta de fondo es si el error de Kimmel fue de buena fe o si deliberadamente desinformó en señal abierta a su público, alimentando así la maquinaria de propaganda de las izquierdas. Según el New York Times, el comediante tenía planeado abordar las críticas que le llovieron, pero no pudo porque antes fue despedido. Como creo que Kimmel está enchufado a las noticias todo el día, me cuesta creer que no supiera por dónde iban los sentimientos ideológicos del asesino de Kirk. Si un comunicador miente deliberadamente a su audiencia, claramente hay dolo en la acción y merece un despido.

Ahora bien, también según el New York Times, Disney se habría curado en salud con el despido, pues la administración Trump estaba dispuesta a presionar a la compañía. No es novedad que Trump, desde hace tiempo, deseaba a Kimmel fuera de la TV por ser uno de sus mayores críticos (dicho sea de paso, Stephen Colbert, otro crítico de Trump, anunció no hace mucho que su programa en CBS solo durará unos meses más). Increíblemente, en lugar del cancelado Kimmel, ABC programará ahora un homenaje a Charlie Kirk. De locos.

Por supuesto, las izquierdas gringas están reclamando que el trumpismo en el poder está pisoteando la libertad de expresión. Denuncian una cultura de la cancelación desde las trincheras MAGA que, aunque probable, no deja de ser un reclamo hipócrita después de que estas mismas izquierdas se han refocilado por años en la cultura de la cancelación woke.

Con todo, el caso es complejo, porque también es verdad que la televisión abierta corporativa cada vez tiene menos espectadores. A Kimmel y a Colbert solo los ven veteranos o viejitos carcamanes que sienten cierta nostalgia por aquellas épocas verdaderamente masivas del late night de Johnny Carson o Jay Leno. Peor aún, estos avejentados espectadores lo son únicamente del lado izquierdo de las cosas, porque este late night en particular ya no es solo comedia blanca neutral y apolítica (como era la de Carson), sino que se ha convertido en un vehículo de opinión partidaria.

Hoy, la gente, sobre todo la más joven, anda enchufada a los podcasts y al streaming de YouTube o TikTok. Es más, el propio Charlie Kirk era síntoma de esa nueva demografía del entretenimiento. Gracias a sus habilidades de comunicador en redes y a sus giras en escenarios reales, Kirk logró inspirar a una nueva derecha joven que posibilitó la reelección de Trump.

Como bien dicen las derechas liberales más centradas, en EE. UU. la expresión es libre, pero nadie está libre de sus consecuencias. Sí, te pueden despedir por tus opiniones (por ejemplo, por celebrar un asesinato siendo profesor de primaria), pero no vas a ir preso por ello.

Ese es el juego en el que está la influencer periodística Candace Owens, quien, amparándose en una idea extrema de la libertad de expresión, jura y rejura en sus propios canales en redes (la mujer tiene millones de seguidores y es una maquinita de hacer dinero) que Brigitte Macron nació hombre. Owens está siendo demandada por difamación por el propio Emmanuel Macron (el presidente de Francia, nada menos), y no vemos a las izquierdas hiperventilándose por ver a una periodista perseguida judicialmente. Es que todos tienen claro que eres libre de pensar lo que quieras, pero no eres libre de mentir. Gran diferencia. Aplica a Owens y aplica a Kimmel.

Machu Picchu, maravilla woke


Mientras veía algunos clips de las reacciones de los turistas extranjeros varados ayer y en días anteriores en Machu Picchu, me crucé con un espécimen sorprendente: un turista extranjero woke. Obvio, tarde o temprano iba a aparecer.

A este turista woke le incomodaba haber visto interrumpida su visita a Machu Picchu, pero se solidarizaba por completo con las comunidades campesinas en pie de lucha, que aparentemente no disfrutan de las enormes ganancias que se generan en el santuario. ¿Será acaso Machu Picchu neoliberal?

Con lo anterior en mente, quienes pronostican que Machu Picchu dejaría de ser una de las "nuevas siete maravillas del mundo" por el maltrato infligido a los turistas no toman en cuenta que ciertos delirios del primer mundo podrían, tranquilamente, voltear la torta. 

Este nuevo turista woke no solo se pone del lado de los “racializados”, sino que podría aplaudir un cierre de carretera o la interrupción de una vía del tren, alineándose con la agenda de las izquierdas radicales de la zona y algunas de las limeñas. En el corazón woke, el síndrome de Estocolmo transforma estar secuestrado en medio de las montañas en pura empatía social. Cómo no lo vislumbré antes. ¡Machu Picchu, primera maravilla woke!

martes, 16 de septiembre de 2025

Machu Picchu, SOS (otra vez)


Cualquiera pensaria que, por este escenario de gente evacuada de emergencia, en Machu Picchu ha ocurrido una catástrofe natural, como un terremoto o una avalancha. Pero no: la catástrofe es hechura completamente humana. Una ola de ambición, angurria, espíritu mafioso y gente arranchándose la gallina de los huevos de oro de los incas. 

Bienvenidos a la "cosmovisión" andina, esa que no sale en los censos.

martes, 16 de enero de 2024

El silencio de Vargas LLosa

 La noticia cultural más importante del Perú en 2023 no se dio por alguna obra artística creada, sino por algo que ya no se creará más. El año pasado, nuestro Nobel, Mario Vargas Llosa, anunció al mundo que se retira de la escritura. A partir de 2024, no habrá ningún texto nuevo que lleve la firma de Vargas Llosa (a menos que llegue a publicarse un prometido libro sobre Sartre). El anuncio fue tan impactante que creo que divide la historia cultural del país: el Perú con Vargas Llosa y el Perú sin Vargas Llosa.

Pero el retiro del Nobel no ha motivado, creo, mayores reflexiones en la prensa peruana cultural (la que aún queda). Y eso a pesar de que Vargas Llosa se ha despedido con brío publicando una última novela, “Le dedico mi silencio”, que, según algunos, ha sido lo mejor del 2023. Que Vargas Llosa, por más físicamente disminuido que esté a los 87 años, pueda estar aún entre lo mejor de un año literario, revela mucho sobre la distancia que hay entre él y sus hijos literarios locales.

Mi relación como lector con Vargas Llosa —la única que he tenido con el escritor— empezó en el colegio leyendo “La ciudad y los perros”. No sé si esta novela, su primera novela publicada en 1963, siga siendo lectura obligatoria escolar, pero me sorprendería que lo fuera en esta era de la hipersensibilidad. La novela es feroz, violenta, cruel y no tan fácil de leer. Está muy influida por el modernismo anglosajón de la primera mitad del siglo XX, en el que la vistosa elaboración formal era sinónimo de excelencia artística. Sigue siendo, por supuesto, un gran texto.

Pero en ese primer momento también conocí al escritor en su condición de celebridad internacional y cuando su liberalismo, el de la admiración a Margaret Thatcher, era casi monolítico. No tenía idea de su pasado ideológico. Me sorprendió enterarme en esos adolescentes ochenta, por ejemplo, de que Vargas Llosa había sido socialista y un defensor acérrimo de la Revolución Cubana y de Fidel Castro, a quienes como liberal converso criticaba ahora con ferocidad, lo que a su vez motivaba que le llovieran duros palos. Quizás sorprenda poco que la lectura de las novelas de Vargas Llosa haya dependido tanto de los vaivenes políticos de Hispanoamérica. O quizás deberíamos tenerlo más en cuenta. En esta región, literatura y política caminan muy unidas. Ese maridaje es una tradición desde el XIX. Desde ese punto de vista, el retiro de Vargas Llosa no es solo una noticia cultural, sino también una noticia política, probablemente para mal.

El Vargas Llosa liberal ha sido una piedra incómoda en el zapato del establishment cultural regional, que desde la Revolución Cubana tiende hacia a la izquierda y, a veces, muy radicalmente hacia la izquierda. Que un novelista de enorme talento, sin duda el más brillante de la historia peruana y de los mejores de la hispanoamericana, haya virado tanto hacia la derecha, ha sido un enigma medio descarado para estas izquierdas. 

Ante lo evidente de la calidad literaria, las izquierdas culturales han realizado algunos malabares retóricos para adaptarse al fenómeno del Vargas Llosa liberal. Por ejemplo, algunos de sus miembros han preferido leerlo por cuerdas separadas, argumentando que una cosa son sus novelas y otra muy distinta sus opiniones políticas. Otros han preferido decir que las novelas que realmente valen son las de su primer período (“La ciudad y los perros”, “La casa verde”, “Los cachorros” y “Conversación en La Catedral”), cuando era un intelectual revolucionario y socialista. Pero estos mismos personajes olvidan que después del escándalo del caso Padilla en Cuba y de que Fidel Castro prohibiera en 1971 el ingreso de Vargas Llosa a la isla “por tiempo infinito”, buena parte del mundillo académico hispanoamericano (y peruano también) dio una voltereta sorprendente y dejó de reconocer el valor de Vargas Llosa como intelectual político, teórico de la literatura e incluso como novelista (Efraín Kristal, en su libro sobre Vargas Llosa, cuenta muy bien esta historia). Fueron descartadas como frívolas, engañosas y falsamente revolucionarias precisamente aquellas primeras novelas que antes el establishment cultural había elogiado, aquellas primeras novelas que hoy muchos consideran “clásicas” e inobjetables para diferenciarlas de las del período “liberal”. Parece que no es posible leer las ficciones de Vargas Llosa sin las anteojeras políticas.

Sin embargo, la mejor excusa de la izquierda para apropiarse del Vargas Llosa liberal apareció cuando el novelista inició una pelea frontal contra Alberto Fujimori luego del autogolpe de 1992. A pesar de que Fujimori emprendió algunas de las reformas económicas liberales que el propio Vargas Llosa propuso durante la campaña presidencial de 1990, el novelista justificó su cruzada antifujimorista asegurando que democracia y liberalismo económico se implicaban mutuamente. No puede haber democracia sin libertad económica, ni libertad económica sin democracia. Como Fujimori no había un honrado una parte de la ecuación, no era ni podría ser un auténtico liberal y menos un demócrata. El antifujimorismo de Vargas Llosa, que duró largos años, apaciguó o disfrazó la tensa relación de Vargas Llosa con las izquierdas. 

Pero llegó el siglo XXI y con él una nueva ola roja a Hispanoamérica. Los analistas liberales la han llamado “el estallido del populismo”, título de un libro editado por Álvaro Vargas Llosa. Aparecieron en la escena política Chávez, Evo, Correa, la segunda Bachelet, López Obrador, la influencia del Foro de São Paulo, y más recientemente, Castillo, Boric y Petro.

Vargas Llosa, con la medalla del Nobel adornando el pecho y octogenario, consideró importante dar una última batalla política e inició una serie de abiertos respaldos a candidatos hispanoamericanos de derecha. El clímax de esta última etapa como animador político fue el inesperado espaldarazo que le otorgó a Keiko Fujimori, la hija del dictador, en la campaña del 2021 contra el estalinista Pedro Castillo, dejando atrás décadas de ácido enfrentamiento. ¿Fue ese respaldo ir demasiado lejos? Realmente no, si acaso se lo ha seguido atentamente. Pero lo cierto es que después de ello Vargas Llosa y la izquierda cultural tuvieron un nuevo rompimiento. Uno más, por supuesto. Después de que Vargas Llosa aceptara ser condecorado por el gobierno constitucional de Dina Boluarte, a quien hoy la izquierda considera una “usurpadora”, una asesina y hasta una dictadora, el divorcio parece ser definitivo.

Tengo la impresión de que por todo lo anterior, por la malhadada política, el silencio de Vargas Llosa, que cierra una era en la historia peruana, no ha suscitado mayores homenajes locales. Nuestro medio cultural, inflado por la politiquería, no se siente en orfandad por el retiro de uno de sus mayores referentes. Tampoco está dispuesto a mostrar un ápice de gratitud por un hombre de cultura que ha pensado como pocos tan intensamente sobre el Perú, sea en la ficción, la prensa o en los ensayos. ¿Habrá dejado Vargas Llosa de ser un digno rival ideológico para la izquierda? No es una pregunta alucinada. Hay síntomas.

Hace unos meses el New Yorker publicó una nota alertando sobre el giro de Vargas Llosa hacia la “derecha autoritaria”, y hace poco también, en El Comercio, un analista se mostró preocupado porque en las élites intelectuales peruanas abundaba el “antivargasllosismo”. Al novelista se le había colocado en los últimos tiempos una “letra escarlata”, decía, en alusión a la novela de Hawthorne. Cierto puritanismo en las élites provocaba que estudiantes, intelectuales y periodistas lo rechazaran de plano. El columnista remataba preguntándose si acaso el legado de Vargas Llosa pudiera terminar “peligrosamente confinado”. Es una inquietud válida. ¿Podría Vargas Llosa pasar al olvido en el Perú?

En el Perú todo puede suceder y, de hecho, está dentro de lo posible, aunque no de lo verosímil, que un autor como Vargas Llosa sea arrimado por pura politiquería a un rincón de la memoria cultural del país. Pero para que Vargas Llosa sea olvidado de la historia de la literatura —si deseamos hacer ese ejercicio mental— se necesitaría algo más que la mezquindad de sus compatriotas.

Por ejemplo, se necesitaría que se borrara de la historia uno de los momentos cumbre de la literatura hispanoamericana: el célebre boom, en el que Vargas Llosa fue la punta de lanza de un grupo de escritores enormes, entre los que se encontraban además Carlos Fuentes, Julio Cortázar y Gabriel García Márquez (otro Nobel). Es decir, para que Vargas Llosa quedara en el olvido, también tendrían que desaparecer de la historia de la literatura Fuentes, Cortázar y García Márquez y, junto con ellos, otros nombres brillantes que fueron arrastrados a la notoriedad gracias al boom, ya sea como precursores o continuadores: Onetti, Donoso, Cabrera Infante, y un largo etcétera. 

Yo sé que la izquierda siempre se propone imposibles en su terca lucha contra la realidad. Si es verdad que adolece de “antivargasllosismo”, a ver cómo le va en su intento de dejar a Vargas Llosa en el olvido. No dudo que ya están trabajando en ello.



viernes, 5 de enero de 2024

Plagios de Harvard, plagios del Perú

Afecten a quien afecten, ya sea a un centro de estudios como Harvard o a la Universidad César Vallejo del Perú, los escándalos públicos de plagio terminan pareciéndose mucho entre sí. Como peruano, eso es un alivio.


Por ejemplo, en el reciente escándalo de plagio que provocó la renuncia de la presidente de Harvard, Claudine Gay, un periodista de CNN expresó su defensa de la académica con una frase que sonó tan peruana que, por un momento, sentí una suerte de reivindicación colectiva: lo de Gay no fue un robo de ideas, dijo, sino una copia sin atribución. Vaya. En el Perú solemos decir como ironía ante la desfachatez que las cosas no se caen, sino que se desploman. Casi lo mismo.

Otra línea de respaldo a Gay fue la abierta y descarada justificación política, que en el Perú es moneda corriente (como seguramente lo es en todas partes). Diversos defensores de la académica afirmaron que las acusaciones de plagio en su contra han sido parte de una campaña de demolición llevada a cabo por conservadores de derecha. Argumentaron que si Gay, una experta en ciencias políticas, no estuviera en el centro de las controversias por sus opiniones sobre la libertad de expresión en relación con la guerra en Gaza, o no fuese una destacada abanderada de la ideología DEI (Diversity, Equity, and Inclusion), ninguno de sus opositores hubiera husmeado una sola línea en su breve trabajo intelectual. Sin embargo, la revista The Economist señaló en una nota reciente que las primeras sospechas y rumores de plagio en el trabajo de Claudine Gay aparecieron meses antes de que ella fuese elegida presidente de Harvard. No es muy persuasivo argumentar que la motivación para una acusación, por más política que sea (como sin duda ésta lo ha sido) elimine la falta.

En el Perú, las acusaciones de plagio aparecen en los titulares de prensa con cierta arbitrariedad, a veces con motivaciones políticas, a veces sin ninguna. El interés moderno por el plagio local quizás tuvo su gran apertura cuando el novelista Alfredo Bryce fue contundentemente acusado de plagiar decenas de artículos periodísticos, en una larga ola de denuncias que duró desde 2006 hasta 2012. El destape causó más tristeza que indignación y el shock cultural propició el descubrimiento de otros casos de escritores y periodistas locales que también habían evitado la fatiga del trabajo personal copiando el trabajo ajeno. Retrucar que “el plagio es un homenaje" ha solido ser la excusa de nuestros elegantes hombres de cultura al ser descubiertos, una manera de mandar al diablo a los acusetes.

A la distancia, la cultura digital, el internet y el señorío del Turnitin han hecho más sencillo y atractivo detectar casos de plagio, y quizás por ello, las denuncias se disparan con cierta frecuencia. Muy recientemente, acusaciones de plagio con motivaciones políticas (pero no por ello prácticamente irrebatibles ante la opinión pública) hicieron tambalear al poderoso César Acuña (en un caso que involucró a la Universidad Complutense de España), al expresidente Castillo (con una tesis sin rigor alguno para la universidad de César Acuña) y también a su sucesora, la actual presidenta Dina Boluarte. 

Tantos casos de tan alto nivel no nos sorprenden. En el Perú, muchos títulos académicos son truchos o falsificados, y comprar una tesis se realiza a la vista y paciencia de todo el mundo. Si a eso se le suma que es habitual que un político mienta sobre su hoja de vida, una acusación de plagio suena a exquisita redundancia. Además, no hay que olvidar que este es también el país de la piratería: copiar lo ajeno es casi un acto de supervivencia. El Perú y el plagio mantienen una relación simbiótica: ¿sabrá Harvard cuántos colegios de educación primaria y secundaria se llaman aquí Harvard? He ahí un buen tema —original— para algún académico.

viernes, 1 de septiembre de 2023

Es hora de hablar del perro Motita

El "pet parenting" está cada vez más extendido en el mundo y también entre los peruanos. En una nota desde Brasil de la BBC, mujeres con pareja y mascota explican que la expectativa de tener hijos es, para ellas, una "imposición de la sociedad". Sin embargo, no llegan a explicar por qué optan por tener una mascota en lugar de elegir la menos impositiva de todas las opciones, como quedarse sin nadie a quien cuidar.

Es curioso que el sociólogo entrevistado en el artículo vea la paternidad de mascotas como un fenómeno esencialmente femenino (supongo que por corrección política no se utiliza la expresión "maternidad" de mascotas). También es curioso que algunas feministas radicales, a la par que niegan la existencia de un "instinto maternal", mimen a sus mascotas y se refieran a ellas como "hijos". ¿Ante qué fenómeno estamos exactamente?

Durante la pandemia, las adopciones de mascotas aumentaron exponencialmente como una forma de combatir el estrés del encierro y la soledad. Por supuesto, las personas son libres de elegir lo que más las haga felices, pero hasta hace poco, una idea fundamental para los expertos en mascotas era recomendar a los dueños que nunca "antropomorfizaran" a los animales. Es decir, que no consideraran a los perros o gatos, de ninguna manera, como seres humanos. En otras palabras, las mascotas no pueden ni deben ser consideradas “hijos” (salvo de manera metafórica). Además, es en el mejor interés del animal y su propio bienestar que no se le considere un ser humano.

Ya sea que hablemos de un "hijo" de cuatro patas o de una mascota, el buen cuidado de un animal es responsabilidad absoluta de los seres humanos a cargo. Ese buen cuidado incluye reglas básicas de urbanidad para una mejor convivencia entre todos. Por ejemplo, las enormes cantidades de caca que últimamente se pueden encontrar en las aceras de Lima son indicativas de que todavía estamos lejos de comprender lo que implica tener una mascota. Pero para tener una conversación seria sobre Motita, primero debemos ponernos de acuerdo en lo mínimo indispensable: Motita es un miembro animal de una familia humana, es decir, pertenece a otra especie.


Datos personales