Da la sensación que la última película de David Fincher -que algunos dicen se trata de la Citizen Kane del nuevo siglo, exagerando un poco- se esmera por volver importante una frivolidad.
The Social Network hace un buen trabajo en recordar que el germen del asombroso éxito de Facebook fue la debilidad humana por la exclusividad social, pero siendo la historia de la web tan veloz y mutante como la de las bacterias es difícil identificarse hoy con esas ansias por el contacto privilegiado. Facebook actualmente sirve con mucha ductilidad, entre otras cosas, para campañas municipales, relaciones públicas empresariales o fuente de información. El face -o rostro- ha sido reemplazado por el logo corporativo. En la economía de "más contactos es mejor" de internet el privilegio parece un valor remoto, un VIP ya en desuso.
Pero lo de Fincher se concentra en los orígenes del fenómeno, es decir, en el orgullo -y resentimiento- por ser parte -o ser apartado- de un club. Su retrato de la universidad de Harvard, de la que apenas se ven clases, libros y profesores, prefiere mostrar los claroscuros del submundo de las residencias, las amistades afianzadas en borracheras, los rituales ridículos para ingresar a los final clubs y los capitales sociales que se acumulan para ser cool. Facebook sería nada menos que la proyección digital de esa jungla donde vivir a puertas cerradas es valioso, pero cuya exuberancia parece hecha con plantas de plástico, nunca demasiado amenazante, nunca excesivamente angustiante.
Y, sin embargo, la película -que podría ser una muy ligera comedia estudiantil- tiene la gravedad del drama. Más aún, del drama legal. Mark Zuckerberg, estudiante de Harvard, genio informático todavía desconocido, de ínfimas habilidades sociales, pequeñito, maltrajeado y verboso, descubre que su talento de hacker no solo sirve para el placer masturbatorio de encontrar brechas en la seguridad de las redes de la universidad, sino para elaborar cracks que rompan las jerarquías de la pirámide amical en Harvard, una en la que no está muy bien posicionado.
Roba la idea de una web interina ("HarvardConnection") a dos gemelos inmensos y ricachones miembros del equipo de remo que lo habían contratado para ser su progamador y se adelanta creando y lanzando su propia web paralela ("TheFacebook") que es un éxito instantáneo por la seducción de armar redes de amigos que se aceptan previa solicitud. Este plot es una de las vigas del escenario legal en la que se apoya The Social Network: los gemelos Winklevoss, muy molestos por el engaño, pelean por una torta de la compañía que en el futuro se volverá millonaria e internacional y vemos los saltos en el tiempo entre las testificaciones y los abogados y las anécdotas del ascenso (y más y más ascenso, una que no conoce de caídas hasta hoy) de Zuckerberg.
Así vista, la fábula de The Social Network es una de la rebeldía del no privilegiado envuelta en los colores de la venganza. Cuando Zuckerberg roba fotos e información personal para hacer concursos burlones vía red en la comunidad universitaria -su primer acto públicamente rebelde o, si se quiere, de vandalismo- prefiere quedar como una alimaña antes que reivindicar su difusa causa anti-exclusivista. Careado con los gemelos Winklevoss en las testificaciones, su defensa no se concentra en hechos sino en símbolos: les grita su falta de talento y que despectivamente lo recibieron solo en el estacionamiento de bicicletas de su residencia cuando lo contrataron. Al parecer, también se puede ser plebeyo en Harvard. Zuckerberg se volverá rey, pero, tal es la moraleja, a un precio.
El precio es la paradoja de haber creado una poderosa herramienta para armar lazos de amistad que no le sirve para conservar los que le son importantes. Por un lado, al inicio de la película, vemos cómo Zuckerberg convierte rápidamente en pelea una conversación inocente con su novia por no saber reprimir su incontinencia verbal siempre aguda para el "taggeo" (léase prejuicio) social. La humanidad en la mente del creador de Facebook es igual a la suma de sus etiquetas. El valor de una novia se cotiza con un algoritmo. Ella lo corta para no perdonarlo jamás.
Por el otro, está la intensa historia de amistad con su socio en la creación secreta de Facebook a espaldas de los gemelos Winklevoss. El vínculo entre Zuckerberg y Eduardo Severin es lo único que no está mediatizado por códigos, refreshs y hits. Pero la falta de talento de Severin y la entrada fulgurante de otro genio y socio empresarial llamado Sean Parker -un notable y eléctrico Justin Timberlake, a tempo de hip-hop, tan contrario a la pose aburrida del personaje que encarna el también notable Jesse Eisenberg- termina carcomiendo la amistad hasta hacerla caer en la obvia conclusión de que es preferible tener billones de dólares a un amigo. Severin también denuncia al millonario de Facebook.
La relación entre Zuckerberg y Severin -mucho más adaptado y afable- también parece estar manchada por el resentimiento del exitoso antihéroe. Le incomoda que no tenga reparos por los rituales de ingreso a los final clubs y por andar tan pendiente de la afirmación de los otros. La frivolidad real, a ojos de Zuckerberg, es más idiota que su nueva inventada frivolidad digital. ¿Quizás porque ve en ella una respuesta al status quo, quizás porque le ve más futuro a internet que al contacto persona a persona? Es difícil saberlo con la caracterización de Eisenberg: su personaje no sonríe, no lanza ningún gesto que revele si está expresando lo que cree o solo mostrando un avatar. Solo parece estar constantemente pensando la siguiente línea de código o la nueva forma de mejorar su site. Las gracias a Severin por la amistad prestada se materializan en un cheque de 20,000 dólares y una débil llamada de atención a Parker por haberlo tratado un poco duramente. La meritocracia 2.0 es cruel y no admite excepciones ni para los amigos.
¿Es The Social Network una vuelta de tuerca a la historia del gélido freak multimillonario atrapado por la soledad y convertido en enigma (de ahí la referencia a Kane)? Sí, eso parece ser. Es inevitable no percibir entonces una descompensación, un empaque demasiado elegante –Fincher narra estupendamente bien y haciéndose invisible- para una brevísima biografía que no tuvo mayor empujón inicial en su celebridad que inventarse problemas donde no los había. Pero la película es absorbente porque es inquietantemente coyuntural y oportunista. Frivolidad o no, Facebook ha inventado una etiqueta que muchos -al menos los que somos parte de la red, es decir, 500 millones de personas- podemos compartir. La escena final del genio billonario refrescando cada cinco segundos su página esperando ser aceptado por una ex que lo desprecia es, aunque muy codificada, de una simpleza cuyo drama tiene que completar el espectador: hemos y seguimos pasando por ahí. Fincher nos da el gusto de sentirnos importantes por usar Facebook. La pregunta es si lo social de este nuevo Neverland es suficientemente denso como para inferir de él toda una sociología.