La aparición de Tiempos recios, la última novela de Mario Vargas Llosa, ha provocado algunas reacciones divertidas, sobre todo entre cierta lectoría de izquierdas.
Como la novela recrea el tablero político de Centroamérica en los años de la posguerra, en plena Guerra Fría y con la ominosa influencia sobre ella de los Estados Unidos, algunos criticones se han lanzado como fieras a la lectura del texto esperando comprobar cómo Vargas Llosa, un hombre supuestamente de “derechas”, justifica el imperialismo yanqui y sus ímpetus colonizadores. Ha sido divertido ver cómo estos lectores se han estrellado contra una pared.
Tiempos recios, en su parte histórica y política, va en la dirección contraria. La novela destaca el papel modernizador en los años cincuentas del presidente guatemalteco Jacobo Árbenz, y cómo precisamente por ello fue víctima de una enorme campaña de propaganda que lo acusó de ser un agente comunista pro-soviético. Una conspiración internacional lo llevó a la renuncia en 1954.
Árbenz era un idealista que creía en el sistema democrático norteamericano. Su pecado político fue forzar una Reforma Agraria que él consideraba civilizadora en una Guatemala atrasada y racista, y cuya élite, conformada por ricos finqueros, no estaba dispuesta a perder tan fácilmente sus privilegios sobre enormes masas de pobres y analfabetos. En la novela se dice de Árbenz una y otra vez: no fue un comunista. Pero eso no evitó el maltrato de los Estados Unidos y su prensa.
Ambas, además de la CIA, quedan muy mal paradas en Tiempos recios, jalada de orejas novelística que, en realidad, tampoco nos debe hacer creer que estamos ante la versión ficcional de las convicciones de Vargas Llosa, el autor o comentador político. La buena ficción nunca es tan simplista, aunque cierta izquierda no conciba otra forma de literatura que no sea de propaganda o, más sutilmente, un artefacto ideológico de contenidos explícitos o subliminales nunca contradictorios. MVLL viene diciendo hace décadas que una novela es una construcción pulsional y no una racional. Demonios, instintos o pálpitos, tienen mayor control sobre el escritor que programas, ideas o planes de gobierno. La única lógica que se sigue es la de esos descubrimientos estéticos y emocionales mientras se va escribiendo.
Tiempos recios no es la excepción. Por eso los personajes principales de la novela, los que son tratados con el mayor cariño literario (que no es lo mismo que simpatizar con lo que hacen) son los villanos. El ingenuo Jacobo Árbenz es indispensable como parte del decorado histórico, sin duda, pero la mayor parte de la novela y su corazón están con los personajes torcidos: la guatemalteca Martita Borrero —una nueva versión de la “niña mala”—, y el dominicano Johnny Abbes García, el erotómano agente de inteligencia del dictador Rafael Trujillo que ya habíamos conocido en La fiesta del Chivo.
La historia sirve a la literatura y no al revés. Pero, ¿qué es en este caso servir a la literatura? Aquí cabría abandonarse a la idea de la novela como obra abierta. La fijación de Vargas Llosa en Tiempos recios por la intimidad y los apetitos primarios de los personajes—el ámbito donde más libertad tiene para fantasear o novelar— provoca, creo, una inversión en el orden del mundo: son las extravagancias privadas las que terminan influyendo en el mapa de la gran política.
Marta Borrero, —seductora, histriónica, ambiciosa—, es siempre la misma sin importar el sistema político en el que se encuentre. Del mismo modo, Abbes García sigue siendo el mismo en República Dominicana, Guatemala, Francia o Haití. Sus oscuras habilidades para los trabajos de inteligencia parecen más ligadas a su afición por visitar prostitutas que “se dejaban hacer las porquerías que le gustaban”. Su jefe Rafael Trujillo tiene esta vaga intuición antes de contratarlo: había “algo” en esa “rechoncha fealdad humana” que podía aprovechar. Hay un gran techo entre esto y una novela como Conversación en La Catedral (1969) donde, creo, la tesis era distinta: la degradación de la vida privada tenía su origen en la opresión social de las dictaduras.
En Tiempos recios, por tanto, la Historia con mayúsculas se subordina a la historia con minúsculas. Pero la Historia con mayúsculas es necesaria porque es la gran armazón de la novela. Felizmente, Vargas Llosa es un excelente contador de la Historia, y hace fácil seguir la cronología de la complicada vida política guatemalteca de los cincuentas, a pesar de que nunca lo hace linealmente.
Con la Historia, entonces, esto es lo importante en Tiempos recios. Tras la Revolución de Octubre de 1944 en Guatemala, llega al poder el reformista Juan José Arévalo. Estos cambios de los aires políticos encienden las alarmas de Sam Zemurray, dueño de la empresa norteamericana United Fruit Company, que ve peligrar en Guatemala su negocio monopólico de bananos (o plátanos). Los aires cambian mucho más cuando en 1951, vía elección libre y democrática, llega a la presidencia Jacobo Árbenz, un seguidor de Arévalo. Cuando Árbenz inicia una Reforma Agraria en Guatemala (a la manera de Taiwán) y espera, además, que las grandes compañías extranjeras empiecen a pagar impuestos (como nunca lo habían hecho antes) Zemurray decide sabotear al gobierno de Árbenz haciendo uso de la propaganda. El plan, elaborado por el relacionista público Edward Bernays, consistió en hacerle creer a la opinión pública norteamericana, y posteriormente al presidente Eisenhower, que Árbenz estaba transformando Guatemala en una puerta de entrada del comunismo soviético. Había que detenerlo a como dé lugar. Convencido de esta mentira, una suerte de enorme lobby propagandístico al que sirvieron acríticamente The New York Times, Newsweek, The Washington Post, entre otros, el gobierno norteamericano, a través de la CIA, procede a apoyar al golpista Carlos Castillo Armas, conocido como "Cara de Hacha". En 1954 Castillo Armas invade su propio país desde Honduras. Poco después Árbenz renuncia y una dictadura de derechas fuertemente atada a Washington se instala en el país.
Este es el marco histórico mínimo indispensable, que en la novela se cuenta a retazos y echando mano del estilo de una crónica periodística focalizada, es decir, siguiendo el punto de vista de los personajes como si éstos tuviesen una cámara documentalista montada sobre ellos. En el capítulo preliminar, llamado “Antes”, la crónica se cuenta desde el punto de vista de Zemurray y Bernays. En “I”, el real inicio de la novela, se presenta a la niña mala Marta Borrero. En “III” es el turno de Jacobo Árbenz. En “V”, de Castillo Armas. En “VII”, de Rafael Trujillo, etc. Es una solución literaria para que Historia e historia, política e intimidad, queden amalgamadas en un híbrido cuyo engrudo ficcional es la reconstrucción fantasiosa de múltiples subjetividades. Es una estupenda estrategia y muy verosímil.
Intercalados van breves episodios focalizados realmente novelescos, a la manera del estilo usado en una novela histórica reciente de MVLL como El sueño del celta (2010), y que proceden de la novela de aventuras. Se siguen en estos pasajes los misteriosos pasos en conjunto de un tal Enrique y el “dominicano”. Bares, prostíbulos, caminatas y conversaciones por las inmediaciones de la Casa Presidencial de Ciudad de Guatemala. Hay aquí un aire que recuerda las conversaciones entre Zavalita y Ambrosio de Conversación en La Catedral (o, desde una fuente no literaria, los diálogos entre Jules y Vincent en Pulp Fiction). Con el transcurrir de las páginas nos enteramos que ambos personajes están haciendo tiempo para perpetrar un magnicidio: el asesinato del presidente dictador Carlos Castillo Armas. Enrique es Enrique Trinidad Oliva, un traidor del círculo de Castillo Armas, y el “dominicano” nada menos que Abbes García, el enviado de Trujillo. Ambos tienen razones completamente distintas (y personales) para asesinar a “Cara de Hacha”.
Como queda claro, no hay linealidad en Tiempos recios. En el capítulo XIV Castillo Armas es asesinado y en el capítulo XXV reaparece como parte del universo subjetivo del embajador norteamericano John Emil Peurifoy, hombre fuerte de Washington dispuesto a torcer cualquier voluntad política guatemalteca, sobre todo la de sus altos mandos militares en los años de la presidencia de Árbenz. Los saltos en el tiempo hacia adelante y hace atrás dan la impresión de un remolino cronológico que replica la nula progresión en la vida política de Guatemala, una “dictadura tras dictadura” como se dice en algún momento.
A la vez, las ondas dispares del remolino convergen temporalmente en el último episodio de la novela que involucra a Abbes García y su huida a Haití en algún año posterior a 1964 (no se dice cuál es, pero sabemos que fue 1967), capítulo truculento realmente notable. Llegados a este punto, el estilo de la crónica y el de la subjetividad van tan entremezclados que es imposible distinguirlos uno del otro. Vida nacional y vida privada se vuelven, al parecer, una sola cosa. La coda llamada “Después” la discutiré luego.
Algunas voces desde el feminismo han criticado muchas veces a Vargas Llosa por su nula perspicacia para representar la subjetividad femenina. Este es, por supuesto, un falso problema. El escritor —desde una individualidad innegociable que incluye su género—, construye, arma, inventa; no hace de médium transparente de una (supuesta) realidad.
La “niña mala” es uno de los arquetipos femeninos vargasllosianos, ampliamente novelado en Travesuras de la niña mala (2006). Es un tipo de mujer que ejerce una fascinación magnética, producida doblemente por su gran atractivo sexual y sus dotes de superviviente, quizá de arribista y embustera. Esta mujer dolorosamente irresistible está inspirada en Emma Bovary. La Bovary de Tiempos recios es Marta Borrero, Miss Guatemala, personaje basado a su vez en una mujer real. Esto nos lleva al backstory de la escritura de la novela.
En el 2017, en una columna titulada “Bananeras”, Vargas Llosa cuenta prácticamente todo el argumento de lo que sería Tiempos recios. El meollo de la columna es una revelación aparecida en el libro La rapsodia del crimen. Trujillo vs Castillo Armas del historiador y periodista dominicano Tony Raful (una de las personas a las que va dedicada la ficción). En el libro se cuenta que, por razones realmente banales, fue Rafael Trujillo el cerebro detrás del asesinato de Castillo Armas en 1957. La mano ejecutiva habría sido Abbes García. No fue un plan particularmente sencillo porque, para poder perpetrar el crimen, Abbes se sirvió de la amante del presidente guatemalteco. Por supuesto, Vargas Llosa quedó fascinado con este personaje.
Los magros datos de la realidad se vuelven en la novela sustanciosa fantasía. En Tiempos recios toda la biografía de Marta Borrero, la amante de Castillo Armas, es relatada. Desde su acomodada infancia como hija y niña de los ojos del finquero Arturo Borrero, pasando por su compleja adolescencia en la que tiene una aventura con el doctor Efrén García, amigo de la familia, que termina embarazándola. Este episodio tiene, sin duda, los visos del abuso. Pero el vórtice de Bovary es lo que interesa en el universo Vargas Llosa. En uno de los capítulos dedicados a Efrén García éste se pregunta sobre Martita: “¿Es inocente o diabólica?”, duda que lo llena de un gran sentimiento de culpa. Solo en la literatura la cuadratura del círculo es posible.
Miss Guatemala, cansada a los veinte de vivir con el aburrido Efrén, escapa de casa, abandona a su hijo, y seduce al paranoico y mediocre dictador Castillo Armas. Pero no queda ahí. También siente una irresistible fascinación por Abbes García, a pesar de que le parece repulsivo. “¿No serás una pervertida?”, se pregunta. Terminan, claro, como amantes. Y, poco después, gracias a unos oportunos sobres con billetes, el camino hacia su independencia, no siente reparo en ser informante de la CIA. El bovarismo de Vargas Llosa es mucho más intenso que lo político: es el gran motor de la novela. Por eso Trujillo puede afirmar lo siguiente de los hombres de poder: “Las queridas suelen tener más influencia que las esposas legítimas”. No es una verdad sociológica, evidentemente. Es una verdad literaria.
Tiempos recios cierra con un capítulo titulado “Después” donde un “don Mario” toma el comando del relato en primera persona y usando por primera vez el presente verbal. Es un guiño a lo que Vargas Llosa hizo en Historia de Mayta (1984), una de sus mayores reflexiones novelescas sobre las confusas y ambiguas relaciones entre la verdad y la ficción. Como en Mayta, el autor (como personaje) va en busca del modelo real para confirmar o desestimar lo fantaseado.
Martita Borrero, Miss Guatemala, está ahora viviendo en los Estados Unidos, y aunque don Mario intenta sonsacarle alguna confesión sobre sus vínculos con la CIA y el asesinato de Castillo Armas, lo que realmente quiere es confirmar qué tan real era su atractivo. Sin duda lo es, porque en su rostro “siguen brillando con arrogancia y cierto misterio aquellos ojos que tanto impresionaban antaño a las personas que la conocieron, sobre todo a los hombres”. Es un capítulo que está escrito desde cierta nostalgia y melancolía por los tiempos recios ya idos de los cincuentas, aquellos arrullados por los boleros de Leo Marini y formidablemente revividos en la novela. Y, también, están escritos desde la aceptación literaria de la vejez. Esta vez Madame Bovary no ve interrumpida su vida por la tragedia, sino que llega hasta el final de su existencia dueña completa de sus recuerdos y su legado. “No se moleste en mandarme su libro cuando salga, don Mario. En ningún caso lo leeré. Pero, se lo advierto, lo leerán mis abogados”. El personaje, o la ficción, le gana o se rebela frente a su autor.
Tiempos recios es una de las mejores novelas de Mario Vargas Llosa. El veterano Vargas Llosa no solo despliega un gran conocimiento sobre la naturaleza de las ficciones y sus enormes posibilidades (lo que no podía ostentar el juvenil), sino que puede dialogar sin problemas con su propio universo, expandiéndolo hacia nuevas lecturas e interpretaciones. Por eso puede colar al “héroe discreto” Crispín Carrasquilla en uno de los capítulos (¿no recuerda su episodio, además de la novela El héroe discreto (2013), al argumento de “Los jefes”, el primer relato publicado por el Nobel en 1957?) o hacer repetir a Castillo Armas que la CIA es la “madrastra”. Aún hay mucho pan por rebanar.
En Chile van ya más de veinte días de manifestaciones callejeras, una enorme marea donde se mezclan celebraciones alegres, cacerolazos, juegos de luces láser, barricadas, incendios, saqueos y ataques frontales con piedras y bombas molotov a las fuerzas del orden. Las razones del estallido social permanecen en penumbras. Racionalizaciones hay, por supuesto, pero explicaciones no muchas.
En su última columna titulada “El enigma chileno” don Mario Vargas Llosa evita cargarle a las políticas económicas chilenas, especialmente las llevadas a cabo en democracia, la responsabilidad de las manifestaciones. La explicación del estallido, según él, es que en Chile las promesas de esas políticas aún no se cumplen del todo: faltan en el país mayor y mejor educación, mayor movilidad social, mayor igualdad de oportunidades. El tan mentado “modelo” está en la senda correcta, solo hay que ajustarlo. Por eso, el escritor piensa que las protestas chilenas guardan similitud con el espíritu de las protestas de los chalecos amarillos franceses que lograron poner en jaque, aunque brevemente, al presidente Macron. Son síntomas de crisis de primer mundo, no del tercero.
Por supuesto, las izquierdas chilenas y, para el caso, todas las izquierdas regionales, se mofan de esta lectura. Para ellas el problema es precisamente el modelo chileno al que motejan de “neoliberal”. Más aún, el problema no sería reciente, sino de los últimos treinta años, de ahí el eslogan que se ha hecho popular desde que se anunció la subida de precios del metro de Santiago, el supuesto gatillo de las protestas: “no son treinta centavos, son treinta años”.
Esto es sorprendente. Los últimos treinta años son los que Chile ha vivido en democracia. ¿Suena sensato poner en entredicho prácticamente todo el éxito político y económico del país como si éste nunca hubiese existido a pesar de sus resultados tan reales (bajar la pobreza de 40% a menos del 8%, por ejemplo), y como si la Concertación no hubiese sido pieza clave de ello? Pues para las izquierdas, sobre todo las más radicalizadas, parece que sí.
La oposición, impermeable a las razones cuantitativas de la big data, considera que la única salida de la crisis pasa primero por la renuncia del presidente Piñera y, luego, por la convocatoria de una Asamblea Constituyente. Es crucial, se dice, elaborar una nueva constitución que ponga bajo tierra la carta “pinochetista” de 1980, a pesar de que ésta fue aprobada por plebiscito y revalidada en 1989 con decenas de reformas. La nueva carta magna consolidaría el “nuevo pacto social”, una suerte de gran reseteo nacional.
No parece haber mayor punto de encuentro entre las lecturas de derecha y de izquierdas. La realidad política ciertamente está con la primera: el gobierno sigue en pie y el presidente no ha dado ninguna señal de querer renunciar (no debe, por supuesto). Pero la realidad de las protestas, sean éstas pacíficas o violentas, la realidad de la delincuencia que tiene al país con los nervios de punta y en standby económico, parecerían estar con la segunda.
Tampoco hay mayores puntos de encuentro en sus visiones de mundo o de país. Hay fuertes emotividades y filosofías en conflicto. Asumir el pragmatismo vargasllosiano implica aceptar que el mundo es intrínsecamente injusto y que no existen reales soluciones a los problemas, sino solo negociaciones (un sentido común que podría inspirar también Thomas Sowell).
La segunda visión, en cambio, consciente o inconscientemente rousseauniana, prefiere un punto de partida paradisíaco: el hombre nació libre, pero fue luego colocado en cadenas. Y si hoy vive bajo opresión es por esa malvada convención llamada “neoliberalismo”. El modelo chileno es, por tanto, un pésimo contrato social que debe ser resuelto. No hay negociación posible porque no se puede transar con el mal. Como se ve, el pragmático parte del realismo y propone una salida positiva. El utopista, en cambio, parte de la fantasía y queda atrapado, cual ángel caído, en la depresión de un mundo real siempre insatisfactorio.
Estas dos oposiciones no son las únicas lecturas disponibles. Hay una tercera que no me ha parecido nada desdeñable. Se la escuché al chileno Fernando Mires, un politólogo residente en Alemania. Según ella, las manifestaciones son un acontecimiento en busca de una “causa”. Cada quien la invoca, dice Mires, según sean sus convicciones políticas, ideológicas o personales. Es por esto que, por el momento, la razón del estallido social permanece sin repuesta. Esta prudente lectura calza con los datos de la realidad: en las manifestaciones no hay un interlocutor visible, ni liderazgos, ni pliego de reclamos. Hay un significante vacío, pero ansioso, ideal para ser llenado con múltiples significados, muchos de ellos motivados por la política del momento.
La izquierda es, claro, experta en construir significados y narrativas. Ha sido mucho más rápida que el gobierno de Piñera en contar una historia profundamente seductora: todo se debe al agotamiento del modelo y a su necesaria reformulación. Y la apuesta va más allá: la conmoción debe extenderse hasta los cimientos mismos de la nación chilena. La vandalización de decenas de monumentos y la decapitación de algunas representaciones escultóricas de diversos héroes nacionales sería la prueba. Los chilenos quieren una refundación total.
Es algo lamentable que el gobierno de Piñera, muy desorientado, haya caído preso de esta narrativa. Sintió el golpe de las críticas iniciales, a pesar de que lo que hizo fue lo correcto: condena severísima de la violencia, subrayar que se estaba en una “guerra” (ofensa mayor para un sector de la izquierda cuando solo se trató de un gesto retórico de defensa del orden) y el decreto del estado de emergencia y el toque de queda.
Al inicio Piñera presintió, correctamente, que el desborde social podría ser incontrolable —ahora amenaza serlo—, porque los ciudadanos chilenos en nada se diferencian de ciudadanos de otras latitudes que, frente a la sensación de impunidad, pueden lanzarse al asalto. No había que ser un lector de cartas: sucedió cuando el país sufrió un gran sismo nueve años atrás. Nos pasó en Lima con la huelga de policías en 1975. Sucedió en Montreal en 1968 (el evento que hizo que el muy joven Steven Pinker abandonara sus ideales anarquistas).
Pero el presidente prefirió dar una vuelta en “u” aturdido por las críticas y los comentarios, los señalamientos de falta de “empatía” y “sensibilidad”. Bajó la guardia, creyendo que con eso se calmarían las aguas y se volvería a la “normalidad”. Sus asesores no parecen conocer mucho de la naturaleza humana.
La oposición, metida en el esperable juego del aprovechamiento político, ha preferido colocarse de costado con violencia. No la condona, pero tampoco la denuncia con firmeza. No debería sorprender. Estamos en una extraña época en que la denuncia de la violencia no es un consenso y, menos aún, un sentido común. Ejemplos abundan en otros espacios. Grupos ambientalistas, feministas extremos, “antifa”, o hasta animalistas, entre otros, consideran la violencia un arma política legítima. No interesa si expresan posiciones muy minoritarias o si apenas consiguen votos para sus ideas ensimismadas.
Sirva esta comparación: en el Perú los años de la violencia (1980-2000) han terminado creando sentidos comunes muy aislantes que no toleran ninguna manifestación de la violencia, ni la física ni la simbólica. Aquí nos podemos asustar con la mera representación lúdica de Túpac Amaru II (símbolo del grupo terrorista MRTA). En el Perú sería impensable, incluso en nuestra izquierda más dubitativa, la tibieza frente a imágenes de saqueos perpetrados coordinadamente y grabados desde todos los ángulos.
Los errores del presidente Piñera, entonces, no pasan por su defensa del “modelo” o por haber decretado un toque de queda. Pasan por no haber defendido y explicado suficientemente bien las bondades del modelo (acorralado por la oposición, está cediendo en temas como las cuarenta horas, por ejemplo), y no haber sido lo suficientemente enérgico para detener la violencia, que de política tiene poco. No es un problema de qué hacer, sino de cuándo y cómo hacerlo.
Si creemos en la tesis de la naturaleza doble de las manifestaciones, la pacífica y la violenta, Piñera ha tenido claramente muy poca reacción para enfrentar la segunda. Es el problema urgente, porque lo que buscan las manifestaciones pacíficas es —o debería ser— una solución política en democracia.
Es así que la estrepitosa caída del presidente en las encuestas se explica por la inoperancia y la ineficiencia de proveerle paz social al país. Recién en los últimos días ha habido mínimos avances policiales y de inteligencia. Se ha logrado identificar a uno de los posibles incendiarios del metro, un adolescente de solo dieciséis años. Dudo mucho que ese adolescente esté buscando una “nueva constitución”. Simplemente no quiere ninguna. Su único ideal es la impunidad.
Otro error de Piñera es haber sobreestimado a la humanidad. Visto desde afuera, el “modelo” (el capitalismo en buena cuenta) es un círculo virtuoso y bien engrasado de incontables transacciones simultáneas sin titiritero detrás. Pero visto con lupa, el modelo se sostiene también en elementos tan precarios, aunque muy elevados, como la confianza mutua, el reconocimiento de mínimas reglas de convivencia, el respeto a la autoridad y la ley. Sin sensación de autoridad todo eso se desmorona. No esperemos una humanidad autocontrolada.
Se dice que nadie lo vio venir. Lo puedo creer. La catástrofe social ha sido silenciosa, una especie de gotera que fue mermando el gran contenedor, que se creía inexpugnable, de la paz social. En efecto, ha habido el efecto acumulativo de algo. Pero no ha sido el vaso de desigualdad lo que terminó rebalsándose como se anda diciendo (la desigualdad ha venido reduciéndose sostenidamente en Chile). Lo que se quebró fueron los enormes ductos de la representación social. No hay mayor control sobre las masas porque los partidos políticos y las formas tradicionales de representación están caducos. Este fenómeno no es solo chileno, es mundial.
Las grandes culpables o responsables son las redes sociales. Hace años, cuando el debate sobre el advenimiento de las redes y de legiones de prosumidores estaba candente y se advertía el enorme desarreglo sobre ciertas economías que esto produciría, poco se discutió sobre cómo precisamente esta nueva geografía social iba a afectar nuestras formas democráticas.
Se entendió muy rápido, sin duda, que la prensa libre iría a entrar en decadencia (ya lo está) porque la gente empezaría a acostumbrarse a la noticia gratuita, o porque los amateurs a cargo de la nueva distribución de la información olvidarían criterios básicos de confirmación u objetividad.
Hoy se ve que ambos peligros fueron algo inflados (por ejemplo, se sabe ya que las noticias falsas no son un problema real en una campaña política). Pero lo que también se ve es que las redes sociales modificaron ampliamente las expectativas de sus usuarios con la vida política. Las redes sociales le confirieron a las personas una nueva sensación de ciudadanía.
Cada año, cada mes, cada semana, cada día, ajustadas y mejoradas en su tecnología, las redes sociales le otorgan a sus usuarios herramientas con las que construyen esa ciudadanía: libertad de expresión irrestricta, customización de la identidad, un auditorio que siempre está ahí, a toda hora, y que responde de inmediato.
La velocidad de las interacciones digitales son un vértigo y una avalancha. Por cierto, no se debe esperar que una avalancha lo sea solo de materia virtuosa. Hay mucho, demasiado, de lo malo. Pero en conjunto, y desde su abrumadora imperfección, la avalancha es un notable triunfo de la libertad humana que busca expresarse, organizarse, y no quedar afuera en la toma decisiones. Las redes sociales evidentemente no fueron construidas para tal objetivo, en absoluto, pero una vez que se instala la infraestructura, la creatividad humana puede ser sorprendente.
Frente a esta maravilla tecnológica, los partidos tradicionales, con sus morosas reuniones, su organización triangular, su aburrido pliego programático, quedan como vestigios arqueológicos e inservibles de la actividad política. ¿Sorprende entonces que en Chile, donde el voto es voluntario, una elección presidencial convoque a tan pocos electores? No sorprende en absoluto, menos aún si los más ausentes son precisamente los electores más jóvenes.
Los partidos, entonces, han sido bypasseados, burlados, sembrados en el suelo, por la ciudadanía veloz y móvil de las redes sociales. Esto quiere decir, además, que los liderazgos tradicionales de las élites se han convertido en polvo. La última encuesta sobre instituciones en Chile lo expresaba claramente: los peor considerados, los de menor confianza, incluso por debajo del presidente, son los partidos políticos: 2.4%. Por eso, que la izquierda quiera llenar el significante de las manifestaciones con su delirante pliego de exigencias solo puede motivar una sonrisa.
La obsolescencia del partido político tradicional no implica, por supuesto, la anomia, palabra que escuché por primera vez en mis clases de sociales hace más de veinticinco años. Aquí también podríamos sonreír. No. El ser humano es una especie social: necesita de liderazgos, vive por ellos y, también, puede ponerse en peligro personal por ellos. No hay anomia, solo el desplazamiento de la atención de los vetustos liderazgos tradicionales a los nuevos de las redes sociales. El influencer es el nuevo aglutinador. Y éste puede ser cualquiera: el opinador insistente, el académico oscuro, el gamer, la estrella de la TV, el cantante, el periodista, el futbolista, el youtuber, el booktuber, el miembro de barra brava, el troll. También el científico, el arquitecto, el literato. Frente al embudo estrecho del partido, tenemos como realidad la fantástica y enorme multiplicidad democrática en búsqueda hambrienta de capital social. La sociología de las redes está construyéndose, pero sin entenderla, es imposible comprender eso que Piñera anda llamando “los sueños y esperanzas” de los ciudadanos de a pie. En esta (in) comprensión anida la solución a la violencia. Porque así como la vida política se ha transformado, también lo ha hecho la violencia.
Yascha Mounk, politólogo alemán-estadounidense, en su libro The People vs. Democracy cita estudios de Jan Pierskalla y Florian Hollenbach sobre la influencia de la diseminación del teléfono celular en zonas remotas del África. Desde un punto de vista económico se predijo un efecto positivo. Y varios de éstos se materializaron: mejor acceso a la salud, mayor contacto con las zonas urbanas, mayor alfabetización. Pero también ocurrió otra cosa: el nivel de violencia aumentó notablemente. Los grupos rebeldes violentos podían comunicarse más rápidamente y lograban evadir a las fuerzas del orden. La tecnología es neutra, pero en la era de las redes sociales, es la lectura de Mounk, la brecha entre insiders pro-sistema y outsiders desestabilizantes, es más estrecha. Esta situación no parece que vaya a cambiar. ¿Qué hacer?
Cerrar el interruptor de las redes y así calmar las aguas sociales no es ninguna solución, desde luego. Este tipo de apagón es lo que se estila en países muy poco libres como Corea del Norte o China, donde el control de las redes es casi absoluto y la censura moneda corriente. No. La solución pasa por tomar lo mejor de las redes, su eficiencia, su gran capacidad de respuesta, su casi total transparencia, y aplicarla a objetivos políticos serios y prioritarios, donde los ofrecimientos electorales de los representantes puedan ser fiscalizados y donde haya cada vez menos incompatibilidad entre lo que dicen y lo que hacen. La relación entre el ciudadano y el estado debe pasar por una revolución: la de una mejor interacción digital. O sea, un enorme upgrade burocrático.
Esto no implica, claramente, el abandono de los valores fundamentales de las democracias: el respeto a los derechos humanos, a la propiedad, a la privacidad, al debido proceso, a la verdad, entre muchos otros. Una mejor tecnología no inaugura una nueva era de acuario para la humanidad ni una transformación de su aún joven ADN. Solo hace más eficiente la comunicación. Por lo tanto, en esta nueva (y aún hipotética) relación entre el ciudadano y el Estado, las obligaciones del ciudadano serán también mucho más claras, mucho más inobjetables, fáciles de deducir y de satisfacerlas. Un Estado con mejor capacidad de respuesta debería implicar también un ciudadano mucho más responsable. Porque así como están, las redes sociales también producen comportamientos ferozmente antisociales y, como se ve en las discusiones de Twitter, una incapacidad casi congénita de llegar a consensos.
Una mejor herramienta estatal, lejos de Twitter, Facebook o Instagram. Ésta también debería hacer más transparente y mejor la comunicación ínter-generacional. Porque la crisis chilena también ha sido una derrota de las generaciones más maduras que se han quedado cruzadas de brazos observando o, incluso en algunos casos, celebrando cómo adolescentes y jóvenes hacen “la lucha” con destrozos.
Si los seniors de la sociedad se quedan pasmados o seducidos por el capital social acumulado de las redes y se olvidan de su papel pedagógico con los más jóvenes, de su capacidad de imponer límites o de llamar a la calma cuando sea necesario, ninguna sociedad tiene futuro. No hay necesidad de borronear contornos generacionales. Los seniors no tienen que caer en la dictadura del emoji. Se trata de política y de toma de decisiones. Una dictadura de la adolescencia es lo que se describe en El señor de las moscas.
Y, finalmente, una mejor herramienta también nos debería hacer más finos en la intelección de los fenómenos de la violencia. Por ejemplo, como nunca antes he visto el enfoque de género dejado de lado cuando, en la crisis chilena, parece de una necesidad enorme frente a lo obvio: los destrozos lo hacen, en su enorme mayoría, hombres jóvenes. Aquí lo menos pertinente es una discusión sobre el “modelo” entre izquierdas y derechas.
¿Por qué tanto interés desde el Perú? David Hume, el gran pensador escocés, decía sobre la rivalidad comercial entre naciones, que era absurdo y mezquino creer que la prosperidad propia debía hacerse a expensas del vecino. Nada más lejano de la verdad. La riqueza y el comercio de una nación solo fomenta la de sus vecinos. Por eso el destino de Chile es también el destino del Perú.
Un mar de sospechas. Una montaña de indicios. Diversos testimonios y evidencias. Pero nada de eso importó. A finales de 1991, un muy sospechoso Poder Judicial desestimó rápidamente la acusación contra el ex-presidente Alan García por enriquecimiento ilícito aprobado en el Senado. El autogolpe de Alberto Fujimori el 5 de abril de 1992 colocó una lápida adicional a una trabajosa investigación parlamentaria: caídas las garantías, García pudo esconderse por más de cincuenta días, pedir asilo a Colombia y cambiarse el traje de investigado por el de víctima. ¿Suerte o genio?
Pedro Cateriano, el autor de El caso García, fue testigo privilegiado de ese proceso. Muy joven y como diputado por el Movimiento Libertad, formó parte de la comisión en la cámara baja que investigó el supuesto enriquecimiento ilícito del ex-presidente. El trabajo se inició apenas entró en funciones el parlamento en 1990. También formaron parte de la comisión Fernando Olivera, Fausto Alvarado y una acuciosa Lourdes Flores (hoy investigada por corrupción), entre otros.
Una confesión. En el 2006 voté por García convencido de que el Ollanta Humala con polo rojo estaba decidido a importar el socialismo del s. XXI a tierras peruanas. Para ese entonces el aprista era otro: no el estatizador con tanques de la banca de 1987, sino el promotor del libre mercado y el pechador de Chávez. No me arrepiento, claro, porque no creo en el voto en blanco. Sin embargo, una de las cosas que logra Pedro Cateriano con El caso García es que las consideraciones ideológicas queden en muy segundo plano. Para la corrupción no hay izquierdas ni derechas. Basta conocer los puntos ciegos de las reglas de juego del estado, sea cual sea el “modelo”.
El libro no es precisamente una crónica. No en el sentido genérico de forzar el lenguaje para incitar emociones o generar suspenso. Eso es bueno. No se pretende responder quién fue García, sino qué hizo. No hay perfiles psicológicos. Tampoco hay mayores calificativos. Al contrario, hay elogios. Elogios a su diabólica manera de defenderse hablando por largos minutos sin titubear, a contradecirse sin que se le mueva un pelo, a hacer pasar la mentira por verdad (hay un pasaje notable del libro donde se transcribe, hoja tras hoja, verbatim, la delirante y única declaración que dio a la comisión). Más que de crónica, entonces, en El caso García hay ánimo de historiografía, interés por el detalle, exposición clara de enormes cantidades de información. A veces, para los toques de color, se reconstruyen algunos diálogos. Pero son pocos.
Son dos los casos más importantes en el libro: el caso BCCI y el de los aviones Mirage. Para los que crecimos en los ochentas, ambos están a medio camino entre la realidad y la mitología. Pero Cateriano se esfuerza por separar lo fáctico de lo difuso. Tal como ahora, el humo del juicio mediático hacía sospechar de lo obvio hasta al ojo más entrenado. Es por eso que, además de desentrañar hilos políticos, Cateriano también recuerda el comportamiento de la prensa de ese entonces. Queda muy bien parado el Oiga de Paco Igartua. No muy bien Caretas o César Hildebrandt (entre otros).
Fue difícil, sin embargo, pastorear hacia el escepticismo a una opinión pública siempre convencida de la culpabilidad de García. No haré el esfuerzo inútil de resumir pormenorizadamente los casos, pero valgan unos pincelazos. En el del Bank of Credit and Commerce International (BCCI), se sospechaba que García desvió reservas peruanas del Banco Central al banco favorito de personajes como Adnan Khasoggi, Ferdinand Marcos, la familia Duvalier y Manuel Antonio Noriega. Tal era el poder de García en esos tiempos y la poca independencia del manejo monetario peruano. El BCCI terminó a la larga involucrado en masivas operaciones de blanqueo de dinero y solo así se entiende cómo un banco pudiese atreverse a darle crédito al Perú, convertido ya en un paria de la comunidad financiera por el propio García.
El caso de los Mirages es quizá más espectacular, aunque sumamente complejo. Una compra de veintiséis aviones Mirage al gobierno francés iniciada en el segundo gobierno de Fernando Belaúnde se redujo a doce por órdenes de García. La reducción no estuvo respaldada por ningún informe técnico. Y es aquí donde el caso se vuelve un acto de desaparición. ¿A dónde fueron a parar los otros catorce aviones? Por contrato, el gobierno peruano no podía revender absolutamente nada si no era con consentimiento expreso del francés. Entonces, ¿qué pasó? Según se comenta en el libro, seguir las pistas de compraventas de armamentos es casi imposible por el nivel de secretismo que existe a todo nivel. Pero la participación directa de García y de sus hombres de confianza, quienes viajaron hasta París para una extraña renegociación, levantaron todas las cejas. La intriga internacional, que hace escala en un yate de lujo acoderado en las aguas del Nilo propiedad del libanés Abderramán El Assir, célebre comerciante de armas que también había visitado Palacio, es digna de Bond.
Como se ve, El caso García, como título, es apenas sinécdoque de una multiplicidad de indicios de corrupción. No deberíamos sorprendernos al recordar, entonces, que en setiembre de 1991 la comisión terminó acusando al ex-presidente por los delitos de enriquecimiento ilícito y contra la fe pública entre los años 1978 y 1990. En esos doce años, García se desempeñó como miembro de la Asamblea Constituyente, diputado y presidente. En efecto, los extraños movimientos de dinero y propiedades de García empezaron desde los setentas.
Con todo, al gran rompecabezas de El caso García le falta una pieza: la prueba incontrovertible. Ese vacío es del que se han valido los defensores del ex-presidente para desprestigiar lo que ellos han considerado un castillo de naipes de persecución y venganza. Lo más cercano a rastros tangibles de enriquecimiento son los célebres informes financieros norteamericanos Larc y Kroll que, hasta hoy, son objeto de burla por el aprismo. Sin embargo, Cateriano presenta un buen caso de defensa de ambos, cuyos contenidos nunca fueron contradichos. La mala fama de Larc y Kroll se explica por la astucia de la costosísima representación legal que tuvo García en los Estados Unidos a inicios de los noventas, ella misma una señal obvia de unas finanzas que no cuadraban. Frente a ella, una comisión con pocos recursos siempre estuvo uno o dos pasos detrás.
Sin embargo, el reino de las pruebas siempre le perteneció a la Corte Suprema y no al Parlamento, como legalmente corresponde a estos casos de impeachment peruano. Pero ánimo para hurgar en él nunca hubo. Una vez aprobada la acusación constitucional en la cámara de senadores, el Fiscal de la Nación formalizó la denuncia ante la Corte excluyendo increíblemente los casos BCCI y Mirage. A finales de 1991, un oscuro vocal vinculado al Apra archivó el expediente con el desternillante argumento de que “la sospecha no configura delito”. García celebró.
El caso García se remata con un caso que Cateriano no investigó directamente: el escándalo de las coimas del tren eléctrico que saltó a la luz pública en 1993. Es un repaso rápido, no solo porque es un caso más simple, sino porque en comparación a lo anterior parece solo una raya más sobre el tigre. En vida, García siempre pudo eludir la justicia, pero nunca fue declarado inocente. Si eso pesará en el juicio que se haga de él en la historia futura, dependerá de cada quien. Pero tan larga carrera política marcada por sospechas invita a concluir lo mismo que dijo el diputado de Izquierda Unida Ricardo Letts en memorable intervención parlamentaria que este libro cita: “no es que García se corrompió en el poder: llegó corrupto”