En su última columna titulada “El enigma chileno” don Mario Vargas Llosa evita cargarle a las políticas económicas chilenas, especialmente las llevadas a cabo en democracia, la responsabilidad de las manifestaciones. La explicación del estallido, según él, es que en Chile las promesas de esas políticas aún no se cumplen del todo: faltan en el país mayor y mejor educación, mayor movilidad social, mayor igualdad de oportunidades. El tan mentado “modelo” está en la senda correcta, solo hay que ajustarlo. Por eso, el escritor piensa que las protestas chilenas guardan similitud con el espíritu de las protestas de los chalecos amarillos franceses que lograron poner en jaque, aunque brevemente, al presidente Macron. Son síntomas de crisis de primer mundo, no del tercero.
Por supuesto, las izquierdas chilenas y, para el caso, todas las izquierdas regionales, se mofan de esta lectura. Para ellas el problema es precisamente el modelo chileno al que motejan de “neoliberal”. Más aún, el problema no sería reciente, sino de los últimos treinta años, de ahí el eslogan que se ha hecho popular desde que se anunció la subida de precios del metro de Santiago, el supuesto gatillo de las protestas: “no son treinta centavos, son treinta años”.
Esto es sorprendente. Los últimos treinta años son los que Chile ha vivido en democracia. ¿Suena sensato poner en entredicho prácticamente todo el éxito político y económico del país como si éste nunca hubiese existido a pesar de sus resultados tan reales (bajar la pobreza de 40% a menos del 8%, por ejemplo), y como si la Concertación no hubiese sido pieza clave de ello? Pues para las izquierdas, sobre todo las más radicalizadas, parece que sí.
La oposición, impermeable a las razones cuantitativas de la big data, considera que la única salida de la crisis pasa primero por la renuncia del presidente Piñera y, luego, por la convocatoria de una Asamblea Constituyente. Es crucial, se dice, elaborar una nueva constitución que ponga bajo tierra la carta “pinochetista” de 1980, a pesar de que ésta fue aprobada por plebiscito y revalidada en 1989 con decenas de reformas. La nueva carta magna consolidaría el “nuevo pacto social”, una suerte de gran reseteo nacional.
No parece haber mayor punto de encuentro entre las lecturas de derecha y de izquierdas. La realidad política ciertamente está con la primera: el gobierno sigue en pie y el presidente no ha dado ninguna señal de querer renunciar (no debe, por supuesto). Pero la realidad de las protestas, sean éstas pacíficas o violentas, la realidad de la delincuencia que tiene al país con los nervios de punta y en standby económico, parecerían estar con la segunda.
Tampoco hay mayores puntos de encuentro en sus visiones de mundo o de país. Hay fuertes emotividades y filosofías en conflicto. Asumir el pragmatismo vargasllosiano implica aceptar que el mundo es intrínsecamente injusto y que no existen reales soluciones a los problemas, sino solo negociaciones (un sentido común que podría inspirar también Thomas Sowell).
La segunda visión, en cambio, consciente o inconscientemente rousseauniana, prefiere un punto de partida paradisíaco: el hombre nació libre, pero fue luego colocado en cadenas. Y si hoy vive bajo opresión es por esa malvada convención llamada “neoliberalismo”. El modelo chileno es, por tanto, un pésimo contrato social que debe ser resuelto. No hay negociación posible porque no se puede transar con el mal. Como se ve, el pragmático parte del realismo y propone una salida positiva. El utopista, en cambio, parte de la fantasía y queda atrapado, cual ángel caído, en la depresión de un mundo real siempre insatisfactorio.
Estas dos oposiciones no son las únicas lecturas disponibles. Hay una tercera que no me ha parecido nada desdeñable. Se la escuché al chileno Fernando Mires, un politólogo residente en Alemania. Según ella, las manifestaciones son un acontecimiento en busca de una “causa”. Cada quien la invoca, dice Mires, según sean sus convicciones políticas, ideológicas o personales. Es por esto que, por el momento, la razón del estallido social permanece sin repuesta. Esta prudente lectura calza con los datos de la realidad: en las manifestaciones no hay un interlocutor visible, ni liderazgos, ni pliego de reclamos. Hay un significante vacío, pero ansioso, ideal para ser llenado con múltiples significados, muchos de ellos motivados por la política del momento.
La izquierda es, claro, experta en construir significados y narrativas. Ha sido mucho más rápida que el gobierno de Piñera en contar una historia profundamente seductora: todo se debe al agotamiento del modelo y a su necesaria reformulación. Y la apuesta va más allá: la conmoción debe extenderse hasta los cimientos mismos de la nación chilena. La vandalización de decenas de monumentos y la decapitación de algunas representaciones escultóricas de diversos héroes nacionales sería la prueba. Los chilenos quieren una refundación total.
Es algo lamentable que el gobierno de Piñera, muy desorientado, haya caído preso de esta narrativa. Sintió el golpe de las críticas iniciales, a pesar de que lo que hizo fue lo correcto: condena severísima de la violencia, subrayar que se estaba en una “guerra” (ofensa mayor para un sector de la izquierda cuando solo se trató de un gesto retórico de defensa del orden) y el decreto del estado de emergencia y el toque de queda.
Al inicio Piñera presintió, correctamente, que el desborde social podría ser incontrolable —ahora amenaza serlo—, porque los ciudadanos chilenos en nada se diferencian de ciudadanos de otras latitudes que, frente a la sensación de impunidad, pueden lanzarse al asalto. No había que ser un lector de cartas: sucedió cuando el país sufrió un gran sismo nueve años atrás. Nos pasó en Lima con la huelga de policías en 1975. Sucedió en Montreal en 1968 (el evento que hizo que el muy joven Steven Pinker abandonara sus ideales anarquistas).
Pero el presidente prefirió dar una vuelta en “u” aturdido por las críticas y los comentarios, los señalamientos de falta de “empatía” y “sensibilidad”. Bajó la guardia, creyendo que con eso se calmarían las aguas y se volvería a la “normalidad”. Sus asesores no parecen conocer mucho de la naturaleza humana.
La oposición, metida en el esperable juego del aprovechamiento político, ha preferido colocarse de costado con violencia. No la condona, pero tampoco la denuncia con firmeza. No debería sorprender. Estamos en una extraña época en que la denuncia de la violencia no es un consenso y, menos aún, un sentido común. Ejemplos abundan en otros espacios. Grupos ambientalistas, feministas extremos, “antifa”, o hasta animalistas, entre otros, consideran la violencia un arma política legítima. No interesa si expresan posiciones muy minoritarias o si apenas consiguen votos para sus ideas ensimismadas.
Sirva esta comparación: en el Perú los años de la violencia (1980-2000) han terminado creando sentidos comunes muy aislantes que no toleran ninguna manifestación de la violencia, ni la física ni la simbólica. Aquí nos podemos asustar con la mera representación lúdica de Túpac Amaru II (símbolo del grupo terrorista MRTA). En el Perú sería impensable, incluso en nuestra izquierda más dubitativa, la tibieza frente a imágenes de saqueos perpetrados coordinadamente y grabados desde todos los ángulos.
Los errores del presidente Piñera, entonces, no pasan por su defensa del “modelo” o por haber decretado un toque de queda. Pasan por no haber defendido y explicado suficientemente bien las bondades del modelo (acorralado por la oposición, está cediendo en temas como las cuarenta horas, por ejemplo), y no haber sido lo suficientemente enérgico para detener la violencia, que de política tiene poco. No es un problema de qué hacer, sino de cuándo y cómo hacerlo.
Si creemos en la tesis de la naturaleza doble de las manifestaciones, la pacífica y la violenta, Piñera ha tenido claramente muy poca reacción para enfrentar la segunda. Es el problema urgente, porque lo que buscan las manifestaciones pacíficas es —o debería ser— una solución política en democracia.
Es así que la estrepitosa caída del presidente en las encuestas se explica por la inoperancia y la ineficiencia de proveerle paz social al país. Recién en los últimos días ha habido mínimos avances policiales y de inteligencia. Se ha logrado identificar a uno de los posibles incendiarios del metro, un adolescente de solo dieciséis años. Dudo mucho que ese adolescente esté buscando una “nueva constitución”. Simplemente no quiere ninguna. Su único ideal es la impunidad.
Otro error de Piñera es haber sobreestimado a la humanidad. Visto desde afuera, el “modelo” (el capitalismo en buena cuenta) es un círculo virtuoso y bien engrasado de incontables transacciones simultáneas sin titiritero detrás. Pero visto con lupa, el modelo se sostiene también en elementos tan precarios, aunque muy elevados, como la confianza mutua, el reconocimiento de mínimas reglas de convivencia, el respeto a la autoridad y la ley. Sin sensación de autoridad todo eso se desmorona. No esperemos una humanidad autocontrolada.
Se dice que nadie lo vio venir. Lo puedo creer. La catástrofe social ha sido silenciosa, una especie de gotera que fue mermando el gran contenedor, que se creía inexpugnable, de la paz social. En efecto, ha habido el efecto acumulativo de algo. Pero no ha sido el vaso de desigualdad lo que terminó rebalsándose como se anda diciendo (la desigualdad ha venido reduciéndose sostenidamente en Chile). Lo que se quebró fueron los enormes ductos de la representación social. No hay mayor control sobre las masas porque los partidos políticos y las formas tradicionales de representación están caducos. Este fenómeno no es solo chileno, es mundial.
Las grandes culpables o responsables son las redes sociales. Hace años, cuando el debate sobre el advenimiento de las redes y de legiones de prosumidores estaba candente y se advertía el enorme desarreglo sobre ciertas economías que esto produciría, poco se discutió sobre cómo precisamente esta nueva geografía social iba a afectar nuestras formas democráticas.
Se entendió muy rápido, sin duda, que la prensa libre iría a entrar en decadencia (ya lo está) porque la gente empezaría a acostumbrarse a la noticia gratuita, o porque los amateurs a cargo de la nueva distribución de la información olvidarían criterios básicos de confirmación u objetividad.
Hoy se ve que ambos peligros fueron algo inflados (por ejemplo, se sabe ya que las noticias falsas no son un problema real en una campaña política). Pero lo que también se ve es que las redes sociales modificaron ampliamente las expectativas de sus usuarios con la vida política. Las redes sociales le confirieron a las personas una nueva sensación de ciudadanía.
Cada año, cada mes, cada semana, cada día, ajustadas y mejoradas en su tecnología, las redes sociales le otorgan a sus usuarios herramientas con las que construyen esa ciudadanía: libertad de expresión irrestricta, customización de la identidad, un auditorio que siempre está ahí, a toda hora, y que responde de inmediato.
La velocidad de las interacciones digitales son un vértigo y una avalancha. Por cierto, no se debe esperar que una avalancha lo sea solo de materia virtuosa. Hay mucho, demasiado, de lo malo. Pero en conjunto, y desde su abrumadora imperfección, la avalancha es un notable triunfo de la libertad humana que busca expresarse, organizarse, y no quedar afuera en la toma decisiones. Las redes sociales evidentemente no fueron construidas para tal objetivo, en absoluto, pero una vez que se instala la infraestructura, la creatividad humana puede ser sorprendente.
Frente a esta maravilla tecnológica, los partidos tradicionales, con sus morosas reuniones, su organización triangular, su aburrido pliego programático, quedan como vestigios arqueológicos e inservibles de la actividad política. ¿Sorprende entonces que en Chile, donde el voto es voluntario, una elección presidencial convoque a tan pocos electores? No sorprende en absoluto, menos aún si los más ausentes son precisamente los electores más jóvenes.
Los partidos, entonces, han sido bypasseados, burlados, sembrados en el suelo, por la ciudadanía veloz y móvil de las redes sociales. Esto quiere decir, además, que los liderazgos tradicionales de las élites se han convertido en polvo. La última encuesta sobre instituciones en Chile lo expresaba claramente: los peor considerados, los de menor confianza, incluso por debajo del presidente, son los partidos políticos: 2.4%. Por eso, que la izquierda quiera llenar el significante de las manifestaciones con su delirante pliego de exigencias solo puede motivar una sonrisa.
La obsolescencia del partido político tradicional no implica, por supuesto, la anomia, palabra que escuché por primera vez en mis clases de sociales hace más de veinticinco años. Aquí también podríamos sonreír. No. El ser humano es una especie social: necesita de liderazgos, vive por ellos y, también, puede ponerse en peligro personal por ellos. No hay anomia, solo el desplazamiento de la atención de los vetustos liderazgos tradicionales a los nuevos de las redes sociales. El influencer es el nuevo aglutinador. Y éste puede ser cualquiera: el opinador insistente, el académico oscuro, el gamer, la estrella de la TV, el cantante, el periodista, el futbolista, el youtuber, el booktuber, el miembro de barra brava, el troll. También el científico, el arquitecto, el literato. Frente al embudo estrecho del partido, tenemos como realidad la fantástica y enorme multiplicidad democrática en búsqueda hambrienta de capital social. La sociología de las redes está construyéndose, pero sin entenderla, es imposible comprender eso que Piñera anda llamando “los sueños y esperanzas” de los ciudadanos de a pie. En esta (in) comprensión anida la solución a la violencia. Porque así como la vida política se ha transformado, también lo ha hecho la violencia.
Yascha Mounk, politólogo alemán-estadounidense, en su libro The People vs. Democracy cita estudios de Jan Pierskalla y Florian Hollenbach sobre la influencia de la diseminación del teléfono celular en zonas remotas del África. Desde un punto de vista económico se predijo un efecto positivo. Y varios de éstos se materializaron: mejor acceso a la salud, mayor contacto con las zonas urbanas, mayor alfabetización. Pero también ocurrió otra cosa: el nivel de violencia aumentó notablemente. Los grupos rebeldes violentos podían comunicarse más rápidamente y lograban evadir a las fuerzas del orden. La tecnología es neutra, pero en la era de las redes sociales, es la lectura de Mounk, la brecha entre insiders pro-sistema y outsiders desestabilizantes, es más estrecha. Esta situación no parece que vaya a cambiar. ¿Qué hacer?
Cerrar el interruptor de las redes y así calmar las aguas sociales no es ninguna solución, desde luego. Este tipo de apagón es lo que se estila en países muy poco libres como Corea del Norte o China, donde el control de las redes es casi absoluto y la censura moneda corriente. No. La solución pasa por tomar lo mejor de las redes, su eficiencia, su gran capacidad de respuesta, su casi total transparencia, y aplicarla a objetivos políticos serios y prioritarios, donde los ofrecimientos electorales de los representantes puedan ser fiscalizados y donde haya cada vez menos incompatibilidad entre lo que dicen y lo que hacen. La relación entre el ciudadano y el estado debe pasar por una revolución: la de una mejor interacción digital. O sea, un enorme upgrade burocrático.
Esto no implica, claramente, el abandono de los valores fundamentales de las democracias: el respeto a los derechos humanos, a la propiedad, a la privacidad, al debido proceso, a la verdad, entre muchos otros. Una mejor tecnología no inaugura una nueva era de acuario para la humanidad ni una transformación de su aún joven ADN. Solo hace más eficiente la comunicación. Por lo tanto, en esta nueva (y aún hipotética) relación entre el ciudadano y el Estado, las obligaciones del ciudadano serán también mucho más claras, mucho más inobjetables, fáciles de deducir y de satisfacerlas. Un Estado con mejor capacidad de respuesta debería implicar también un ciudadano mucho más responsable. Porque así como están, las redes sociales también producen comportamientos ferozmente antisociales y, como se ve en las discusiones de Twitter, una incapacidad casi congénita de llegar a consensos.
Una mejor herramienta estatal, lejos de Twitter, Facebook o Instagram. Ésta también debería hacer más transparente y mejor la comunicación ínter-generacional. Porque la crisis chilena también ha sido una derrota de las generaciones más maduras que se han quedado cruzadas de brazos observando o, incluso en algunos casos, celebrando cómo adolescentes y jóvenes hacen “la lucha” con destrozos.
Si los seniors de la sociedad se quedan pasmados o seducidos por el capital social acumulado de las redes y se olvidan de su papel pedagógico con los más jóvenes, de su capacidad de imponer límites o de llamar a la calma cuando sea necesario, ninguna sociedad tiene futuro. No hay necesidad de borronear contornos generacionales. Los seniors no tienen que caer en la dictadura del emoji. Se trata de política y de toma de decisiones. Una dictadura de la adolescencia es lo que se describe en El señor de las moscas.
Y, finalmente, una mejor herramienta también nos debería hacer más finos en la intelección de los fenómenos de la violencia. Por ejemplo, como nunca antes he visto el enfoque de género dejado de lado cuando, en la crisis chilena, parece de una necesidad enorme frente a lo obvio: los destrozos lo hacen, en su enorme mayoría, hombres jóvenes. Aquí lo menos pertinente es una discusión sobre el “modelo” entre izquierdas y derechas.
¿Por qué tanto interés desde el Perú? David Hume, el gran pensador escocés, decía sobre la rivalidad comercial entre naciones, que era absurdo y mezquino creer que la prosperidad propia debía hacerse a expensas del vecino. Nada más lejano de la verdad. La riqueza y el comercio de una nación solo fomenta la de sus vecinos. Por eso el destino de Chile es también el destino del Perú.