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domingo, 20 de octubre de 2019

Chile y la conmoción social

Todos hemos quedado anonadados ante el nivel de violencia que ha sufrido Chile en los últimos días. Según sus propias autoridades, la explosión social en el país es inédita desde el retorno de la democracia hace ya treinta años. Hay consenso sobre el disparador: el aumento de los precios del metro de Santiago, uno de los orgullos nacionales. No lo hay del diagnóstico. 

Desde el Perú el trance es más incomprensible aún. Por aquí soñamos con un metro hace ya varias décadas. A duras penas terminamos la línea 1 y vamos de a poquitos por la 2. Santiago, una ciudad más pequeña, ya tiene proyectada la línea 8 y 9 para el 2026. El metro de Santiago ha sido considerado el mejor sistema de metro de América. Que los santiaguinos expresen su malestar destruyéndolo se ve, desde aquí, absurdo. Que la autodestrucción sea un “mensaje” no tiene ni pies ni cabeza.

He seguido por horas y atentamente la cobertura de la prensa chilena que, al parecer, ha trabajado con libertad incluso en el toque de queda. Lo que más se consulta es: ¿por qué ha pasado esto? Políticos y especialistas pasan frente cámaras, hacen su mejor esfuerzo para analizar algo que los sobrepasa y, lamentablemente, no saben bien por qué. Hay tres teorías que se andan repitiendo: la teoría de la gota que derramó el vaso (también llamada la teoría del iceberg); la teoría de una conspiración de izquierda con atentados planificados y concertados; y la teoría de una conspiración de derecha que busca crear condiciones para el retorno de una dictadura militar. Salvo la primera, las otras dos teorías suenan más a conspiraciones en la era de las fake news

Desde la política no ha habido mayor respuesta. La condena de la violencia no ha sido unánime, lo que es triste y poco solidario en una situación tan descomunal. Mucha gente de izquierda ha vivido con frenesí y jolgorio la destrucción. Muchos hablan del “despertar” de los chilenos y crean una narrativa utópica en la que se avizora el inicio del fin del “neoliberalismo”, la “desigualdad” y la “brecha”. Hay voces en la opinión pública que, por ejemplo y aprovechando el río revuelto, piden como solución una “nueva constitución”. 

Desde el gobierno la respuesta ejecutiva ha sido, creo, adecuada, a pesar de que sus miembros fueron tomados muy desprevenidos en un principio. Se decretó estado de emergencia y toque de queda. El gobierno no ha caído (lo que desestima un poco el análisis desde lo político) y, aunque con retrasos comprensibles, presidente y ministros han dado la cara. La aparición de las fuerzas armadas en las calles crea reminiscencias de los tiempos oscuros del pinochetismo y los críticos ven en esta salida del presidente Piñera un fracaso de su gobierno o una salida más propia de la “ultraderecha”. Pero, nuevamente visto desde Perú, uno no entiende cómo así las fuerzas armadas no son consideradas parte del estado, una de cuyas sus funciones es precisamente mantener la seguridad en casos extremos de emergencia como éste, más aún con carabineros excedidos en su capacidad y planificación. Hasta donde estoy enterado hay tres fallecidos. Es claro que la violencia ha sido dirigida esencialmente contra la infraestructura pública y los negocios.

Desde posiciones de derecha se habla de “subversión” y “terrorismo”. Dudo que estemos ante una situación de ese tipo. Si bien los resultados destructivos se ven similares, la dinámica de ambas violencias son muy diferentes en su origen. El terrorismo es casi siempre una fuerza desde los márgenes y oculta. Lo de Chile ha sido masivo y sin recato, proveniente quizá de las amplias clases medias. Tener un diagnóstico más o menos claro es importante porque desde ahí saldrán las soluciones. Nos ha sucedido a los peruanos que, usando un mal diagnóstico, hemos errado en las estrategias para enfrentar nuestras propias crisis sociales. En general, es un problema de violencia. Más precisamente violencia juvenil.

La teoría de la gota que derramó el vaso, o la teoría del iceberg, o también la teoría hidráulica de la violencia (son diferentes versiones de lo mismo), en las que la frustración necesita “liberar presión” cuando se cruza un límite, suenan persuasivas desde lo intuitivo, aunque probablemente sean explicaciones equivocadas. Son explicaciones que se han usado antes para dar cuenta de lo sucedido con los disturbios de los chalecos amarillos en Francia, sobre todo en París. Visto en perspectiva, este evento ha sido crucial como modelo de un tipo de protesta destructiva que recibe más comprensión que condena. Similarmente, en Ciudad de México hubo una protesta feminista hace unos meses en forma de ola vandálica. Fue destructiva porque la policía decidió no actuar por ser mujeres las que protestaban. En días previos, Barcelona también sufrió olas de violencia, barricadas en llamas y ataques a los negocios en el contexto de una decisión judicial con implicancias políticas. Ecuador igual. Diferentes razones para los disturbios, pero con las mismas estrategias.

Lo evidente para mí, a la luz de estos casos, es que hay una viralidad de la violencia. Eso quiere decir que el papel de las redes sociales es importante, no solo por la rapidez con la que escala el contagio social, sino por ser las redes los espacios de diseminación de conceptos y eslóganes que justifican la violencia. Aunque hay líderes que se encargan de crearlas, una vez que prenden en el imaginario de las personas (sin que haya una gran ideología o proyecto político detrás), no hay necesidad de un comando central anunciando una “hora cero” para pasar a la acción. Los jóvenes, sobre todo hombres, hacen lo suyo. La amplia libertad de movilidad y expresión de la que gozan también. A eso hay que añadirle estados modernos cada vez más temerosos de usar la fuerza legal para reprimir (la vigilancia de los smartphones está por todos lados). No descarto sumarle también un poco de espíritu sádico desatado (lo juvenil nuevamente) que invita a destruir lo que todos usan. 

Desde ciudades o países donde luchamos por espacios urbanos más democratizados, resulta increíble ver espacios urbanos democratizados en llamas. Se podría argüir que el éxito de la democracia de economía libre ha creado enormes bolsones homogéneos interconectados de personas que comparten valores y se sienten parte de lo mismo. De lo contrario, la viralidad sería imposible a nivel global. No es que estén en entredicho las democracias consolidadas (Francia, España, Chile). Es solo que todo sistema, aunque tenga éxito, crea nuevos problemas. Como siempre, la solución pasa por los ajustes, no por la refundación.

Sin embargo, la lectura contraria indica que es el modelo mismo —el “modelo chileno”, que no es otro que el de la gran expansión mundial del capitalismo desde inicios de los setentas del siglo pasado— lo que ha producido esta crisis. Pero soy muy escéptico de esto. La democracia de mercado abierto es el sistema que menos resistencia le hace a la realidad humana de la necesidad del libre intercambio. Nunca la humanidad gozó de tan altos estándares de vida.

Como bien han dicho las autoridades chilenas, antes de hacer política lo primero es que la paz vuelva a las ciudades. Para eso es indispensable la unión completa de todos los líderes condenando la violencia. Será difícil, porque representantes comunistas piensan que la oportunidad es idónea para solicitar la renuncia del presidente. 

Volviendo a Lima otra vez, uno se pregunta si situaciones similares sucederán por aquí tarde o temprano. Si no hay un buen diagnóstico es inevitable. Por lo pronto, nuestra pobre democracia, nuestra pobre educación, la difícil movilidad en nuestras ciudades, la poca interconectividad que tenemos, el poco interés que nuestros jóvenes tienen con los sucesos mundiales (la prensa no le presta mayor atención a lo que pasa en el mundo, salvo que sean memes irrelevantes), y las reales fracturas sociales, son barreras naturales que, creo, nos protegen de conmociones sociales urbanas de este tipo y envergadura. Por aquí se disolvió el Congreso y no sucedió nada. Cuando algunos tuiteros compartieron el hashtag “#JeSuisParis” en el contexto de horribles atentados terroristas hace un tiempo, la enorme mayoría se burló de ellos. Esa mayoría tenía razón: no somos París.

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