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¿Acaso no me pareció Michael Clayton una película con un final aburridamente edificante, la versión masculina de Erin Brockovich -que hasta por el uso del nombre y apellido guardan simetría-, con una moraleja anticorporación clarísima -pero que ahora resulta mucho más efectiva en documentales porque la realidad suele ser más sorprendente-, con una actuación de Wilkinson insufrible y con un ridículo libro misterioso de tapa roja leído por un niño que era además hojeado y subrayado de manera ridícula por un brillante abogado? Pues sí, todo eso me pareció. Y los clichés tan de telefilm del final de la película -¡atrapar a la villana con una grabación!, o mejor esta: ¡decirle al taxista que lo lleve a cualquier parte con el importe de 50 dólares!- ¿no me hacen pensar que esto debió estrenarse hace treinta años? Sí, también.
Mérito hay para la cinematografía y para alguien cuya sola aparición convierte todo en real y posible: Sydney Pollack, director con pésima suerte, gran actor. Hay una regla para medir una película que valga la pena: que cumpla lo que promete. Ver de héroe a George Clooney entre las nieblas depresivas de un capítulo de Baretta finamente ambientado está algo lejos. Ni alecciona ni divierte.