Debe haber sido como a las cinco o seis años: ante un plato de carapulcra acerqué la nariz y sentí absoluta repulsión. No quise comerlo. Alguien me dijo que para saber si me gustaba o no debía probarlo. Pero yo estaba seguro de que si olía mal, no podría saber bien. Pasados los años, no he vuelto a acercarme a la carapulcra ni por asomo.
No sé exactamente si al hacerle caso a la nariz hice lo correcto. Pero una cosa sí es cierta: la lengua sólo detecta cinco sabores: dulce, salado, ácido, amargo y umami (que según los investigadores, se halla en grandes cantidades en el sabor del queso parmesano). Todas las otras sensaciones de sabor, son en realidad de olor. Lo que quiere decir que cuando se habla metafóricamente de "darle gusto al paladar" estamos ante una media verdad: mucho más le damos gusto a la nariz. Según los científicos, la nariz tiene alrededor de 350 receptores del olor: la combinación de estos receptores capturan y traducen las moléculas odoras enviando la información al cerebro que, a su vez, la traduce en sensaciones o emociones que luego intentaremos traducir en palabras. Yo soy poco fino. Yo diría algo así como "la carapulcra sabe a mierda". Para olerla seguramente usé muchos receptores, pero la parte verbal de mi cerebro usó apenas dos neuronas.
Pero estoy seguro de que un crítico culinario lo haría un millón de veces mejor. Solo que jamás he leído de ningún crítico culinario que intente describir el sabor/olor de una carapulcra. O de una causa, uno de los milagros culinarios peruanos. O del cebiche (que por lo general no me gusta y como solo por compromiso). El boom de la gastronomía peruana y el boom de la proliferación de restaurantes en Lima, curiosamente -o será que me estoy perdiendo de algo- no parece haber contribuido con un vocabulario que crezca al ritmo de la creatividad de la cocina. No me refiero a los especialistas -que seguro entre ellos sabrán conversar muy bien- me refiero al consumidor de a pie: más allá del "buenazo", "rico", "sabroso", "horrible" apenas si escucho otros términos para describir un platillo. Hay otras consideraciones que parecen prestadas de los enófilos como "aroma" o "cuerpo", pero quizás eso sea ya excesivamente esnob para algunos. Una palabra más que suelo escuchar es "crocantito". Y otra cosa que finalmente no es nada y es todo es un adjetivo como "estupendo".
Yo de comidas no sé mucho, pero sí como todos los días. Así que experiencia con los sabores y los olores relacionados a la mesa y al placer las tengo -las tenemos- de años. Pero mi conexión de las comidas con las palabras es un puente aún por construir. En internet el muy popular blog Cucharas Bravas, por lo que he leído, está mucho más atento al aspecto social de la comida, o sea, en el "salir a comer". Muy útil cuando no se tienen opciones, pero su verbosidad es limitada, justamente por ser práctica. Más aguda y certera con las palabras es Maria Elena Cornejo en su blog "Mucho Gusto". Aquí una línea describiendo su experiencia en Madeira:
En platos de fondo, el mero murike en costra de maní de sacha inchi con salsa de cau cau, portobellos y papitas a la parrilla estuvo en su punto, lo que demuestra la habilidad del cocinero para tratar el díscolo sacha inchi de sabor invasivo.
"Díscolo" e "invasivo" son dos palabras relacionadas a lo salvaje o no domesticado. Funciona bien aquello de experimentar en un sabor una especie de rodeo.
En TV las cosas son más sucintas. El ubicuo y celebrado Gastón Acurio ha hecho lo inimaginable en "Aventura culinaria". Reducir el lenguaje de la experiencia del sabor a una onomatopeya: "mmmm". Imagino que existe la contraparte del desagrado, así que nos enfrentamos a un sistema binario: "mmmm" y "puaj".
Me pregunto si es necesario más cuando comemos. Pero es lo mismo que preguntarse si necesitamos más imaginación. Porque finalmente eso es: un asunto de imaginación. En Ratatouille, la rata chef usó el símil de la música para describir su emoción al comer. Traducción necesaria porque Brad Bird, el director, se impuso una tarea dificilísima: transmitir la pasión por la comida sin que el público pueda usar ni su lengua ni su nariz. Con razón vi a tantos niños aburridísimos a mi lado cuando a fui a verla. La película era de una sofisticación que incluso para los adultos resultaba un ejercicio de concentración: en una de las escenas finales el crítico Anton Rego prueba un sencillo rataotuille y para entender lo sublime de su sabor vemos a Rego transportado a la niñez probando el ratatouille que le servía su madre, casi un guiño proustiano (y sofisticado, además, porque solo un adulto comprende lo que es volver a la niñez). Ya que un vocabulario simple no dice nada o uno muy especializado apenas si se entendería, la metáfora es lo único que nos queda. Pero además, ¿no es la mejor manera de describir el sabor/olor como una experiencia?
Todo lo anterior se me agolpó en la cabeza leyendo este artículo del New Yorker, Scents and Sensibility, que en realidad habla de los perfumes y de la crítica de los perfumes a propósito de un libro "Perfumes: The Guide". Los autores usan un sistema de números para sus reseñas -un sistema relacionado a la parte más científica de su trabajo- pero también se explayan en textos que, al expandirse creativamente en palabras, expanden también nuestra experiencia con los olores. Como la siguiente, donde se habla sobre Trésor de Lancôme:
I once sat in the London Tube across a young woman wearing a t-shirt printed with headline-size words ALL THIS across her large breasts, and in small type underneath “and brains too.” That vulgar-but-wily combination seems to me to sum up Trésor. Up close, when you can read the small print, Trésor is a superbly clever accord between powdery rose and vetiver, reminiscent of the structure of Habanita. From a distance, it’s the trashiest, most good-humored pink mohair sweater and bleached hair thing imaginable. When you manage to appeal to both the reptilian brain and the neocortex of menfolk, what happens is what befell Trésor: a huge success.
Increíble.