Si algo define los conflictos intra-blogs son los profundos sentimientos de envidia: el blogger de aquí le dice al blogger de allá que solo habla de él porque quiere más clicks, mientras que el bloguerazo le dice al bloguerito que mejor deje de hablar (criticando, esto es) y se dedique a hacer, como él, a quien la fama parece no haber perturbado. No ha quedado muy explícita la diferencia entre el hacer y el decir -aunque Octavio Paz haya mostrado en unos versos que quizás sean lo mismo-, pero el punto es más o menos claro: en tanto se escriba ignorando al Otro menos posibilidades de caer en la envidia -y en la reprobación despreciativa- habrá.
El tema me interesa y no es para menos: yo soy un envidioso público y así quedó más o menos establecido en un artículo en la revista intelectual Quehacer (no. 158). La hipótesis me resultó de lo más interesante, pero hasta ahora espero la segunda parte del texto, aquél donde intuyo están los argumentos. Pero tal engreimiento solo proviene de mí, porque miembros de mi familia aceptaron sin más las conclusiones del artículo seducidos por la reputación de la publicación. "Jamás publicarían algo así si no fuese cierto", me dijo un pariente y la verdad apenas si pude refutarle. No está de más decir que los honores los compartí con dos personas más. Siempre hay sitio en el podio de los profundos defectos humanos. Y la envidia es un arca grande donde se agazapa hasta el más esforzado virtuoso. Bloggers, blogueritos y bloguerazos tampoco son inmunes.
Pero, ¿por dónde empezar para una breve historia de la envidia? Haciéndome esta pregunta divagué por algunos minutos en mis ratos libres de esta última semana (antes de la enfermedad). Empecemos: para cualquier defecto humano en Occidente el primer guía es siempre Dante: en su infierno se achicharran (es un decir, no tomar al pie de la letra) todos los torcidos de espíritu de la historia del mundo. Y, en efecto, en el tercer círculo están los envidiosos, donde en ediciones futuristas animadas por la estética de la web 2.0 quizás veamos a algún blogger.
Pero si el florentino lo dijo es más que probable que su fuente sea la Biblia. Antes que el poeta fue sin duda Dios mismo quien condenó la envidia y hacia él tienen que ir nuestras miradas en busca del origen de ese terrible sentimiento.
Aquí empiezan mis primeras aprensiones: ¿es posible que un ateo como yo pueda confiar en Dios para una eficaz definición de la envidia? Más aún: ¿es posible confiar en la reprobación de la envidia por parte de la divinidad? No es por nada, pero la Biblia se ha equivocado antes. Por ejemplo, ha reprobado la homosexualidad. ¿Qué con la envidia?
Antes de llegar a la envidia me gustaría pasar por la ira -emoción que produzco en cantidades industriales- para poder tener algo de perspectiva. En un
blog se valoró no hace mucho la ira como un muy útil termómetro para detectar lo que está mal de lo que está bien y, con esa información, actuar en consecuencia. La ira, bajo esta nueva luz, ya no sería un grave defecto, sino una magnífica inspiradora de nuestros juicios éticos. En este mismo blog se señaló algo similar citando a la filósofa
Martha Nussbaum –quien se apoya en evidencias de la ciencia y el funcionamiento del cerebro-, diferenciando la ira del asco, emoción esta última ligada a las irracionales ilusiones humanas de querer escapar de su animalidad. Pero, curiosamente, si volvemos a Dante, veremos a los iracundos rostizándose en el infierno, mientras que a los asquientos no. ¿Por qué la ira es pecaminosa cuando en realidad nos sirve para detectar las injusticias que nos rodean? ¿No deberían estar los iracundos en el Paraíso, pues por ellos se pudo revertir lo que antes estuvo mal? ¿Y no deberían más bien los asquientos –cuyos juicios y etiquetas son las más de las veces perniciosos porque se proyectan sobre grupos humanos a quienes sí se pretende animalizar- estar quejándose en el infierno?¿Qué de la ira de Jesús en el Templo convertido en mercado? ¿Dios se equivocó?
Es probable. Mala fama entonces de la ira como pecado capital cuando deberíamos estarle agradecidos. Con una amiga lo discutí hace poco: ella argumentaba que había que dejar atrás la cólera y la indignación contra las personas que nos hicieron algún daño y dar paso al "perdón", la puerta de entrada emocional hacia la "paz". Yo decía, obviamente, como colérico que soy, lo contrario,: perdón nunca, mis odios son eternos, imprescriptibles, intensos, feroces y me hacen recordar no solo el daño que hizo una persona, sino también sus orígenes y razones. La cólera me situaba en la puesta en escena de la injusticia ocurrida en el pasado: ahí repasaba las acciones, las decisiones, las metidas de pata, el daño infligido. En ese teatro imaginario analizaba, lanzaba hipótesis, formulaba salidas alternas. Si mi cólera desaparecía me sentiría desorientado para tomar futuras decisiones. ¿Cómo aprender del mundo y sobre los demás sin ella? En este punto de la discusión creo que empecé a gesticular. Mi amiga, por cierto, me miró con pena.
Si me hubiera seguido escuchando quizás le hubiese dicho que todo el proceso es interno y que no tiene nada que ver con gritos desembozados, patadas, golpes en la pared, venganzas físicas, tomas de comisarías o bloqueos de carretera. Nunca hay que desconectarnos de la razón, ni de las razones, ni de los logros de la civilización: hay que siempre pensar antes de actuar. Pero ella ya había cambiado de tema.
Volviendo al post. ¿Es posible entonces rescatar la envidia de la misma manera que la ira ha sido rescatada (al menos, para efectos de este post)? La pregunta solo está motivada por la desconfianza religiosa: si Él colocó la envidia en su breve lista de prohibiciones -a partir de la cual, y con el tiempo, han proliferado otras prohibiciones más- eso ya me produce ciertas sospechas. Dios se equivoca con bastante regularidad. ¿Qué dice entonces la Biblia sobre la envidia? Para responder repasemos la autoridad del
catecismo.
Dentro de la lista de los Diez Mandamientos –código moral que todo católico debe tener siempre presente- podemos hallar la envidia en el décimo bajo la orden de “No codiciarás los bienes ajenos”. Según el catecismo, este mandamiento está a su vez conectado al noveno que “versa sobre la concupiscencia de la carne”. Uniendo los dos se explica mejor el pecado. Envidiar es tener apetito por lo que no se posee cuando tal apetito no es medido por la razón.
El pecado se desarolla luego un poco más: se habla sobre la codicia de los bienes terrenos. Se nos explica que Dios no pena la codicia natural, siempre y cuando se obtengan cosas del prójimo por vías justas. Pero hay oficios, al parecer, que tienen el peligro latente del pecado: los comerciantes que lucran con la miseria de los otros; los médicos que desean más enfermos; los abogados que quieren más y más casos en sus oficinas. Son casos especialmente vulnerables, según los ejemplos.
Finalmente hace su ingreso la envidia –pecado capital- propiamente en escena y se la describe como el sentimiento que apuntala la codicia: la parábola citada es la de un hombre rico que, aun cuando tenía muchas ovejas, robó la única que poseía un pastor, todo por la envidia de verlo tratarla como a una hija. La envidia nos conduce entonces a la peores fechorías, a armarnos unos contra los otros, a devorarnos como fieras; la envidia nos entristece al ser testigos de la felicidad del prójimo, nos hace desear el mal al otro y nos vuelve felices ante su desgracia (cf.
Schadenfreude).
Para ampliar aún más, se cita la autoridad de San Agustín, quien relaciona la envidia con la maledicencia –esta relación me interesa- y la calumnia. La envidia, se nos aclara, procede con frecuencia del orgullo. Para combatirla, hay que tener benevolencia, vivir en humildad. Actuar de acuerdo al plan divino implica, por tanto, aplaudir el progreso de nuestros hermanos.
La lectura del catecismo me suele causar mucho placer porque posee una lógica interna de un extraño rigor y porque su relación de citas y su interpretación siempre es muy pertinente. Y también porque no es otra cosa que un texto de crítica textual. Pero con su interpretación de la envidia me hago varias preguntas. Porque, ¿qué es lo que en suma se condena? ¿Por qué habría una religión de decirle a sus discípulos que no envidien al hombre rico? ¿Por qué habría también de decir que el pobre de una sola oveja es motivo de envidia, o sea, casi de celebración? ¿Por qué San Agustín se desprende del plano concreto del mundo –envidiar cosas- al plano abstracto del pensamiento? ¿Por qué el santo condena la envidia de palabra –o sea, de ideas- y la incluye en la gran generalización llamada maledicencia?
Todas preguntas que un envidioso se debe hacer con todo derecho, por supuesto, porque salvar el alma no es una empresa cualquiera. Para mí la respuesta va por este lado: en el loable intento de colocar comprensibles cercas protectoras en los perímetros de los pastizales donde retozan sus corderos, al Altísimo se le pasa un poco la mano con la cinta métrica. Porque condenando la codicia desmedida por las cosas y por las cosas poseídas por los otros condena, además del feo pecado que los transforma en lobos, el impulso natural del hombre por competir, por avanzar, por ir más lejos, por tener, por acumular, por ambicionar. Y nada se ambiciona solo por el placer de hacerlo: se ambiciona en relación al otro, se quiere ir más lejos en relación al otro, se quiere tener más que el otro. La envidia es la catapulta que nos comanda a hacer y actuar con la meta de sobrepasar al otro. Y este orgulloso viaje de proyectil es fundamentalmente individual.
La envidia apasionada es un motor increíble para ir detrás de las cosas: vestidos, calzado, casas, autos, discos, libros, etc. Pero no solo eso. También para ir detrás de ideas. Porque si de la búsqueda del conocimiento se trata, la envidia nos ayuda también –en eso que se describió como el regocijo envidioso de la desgracia ajena- a detectar el error en el otro, a husmearlo de pies a cabeza, a señalarle lo que ha hecho mal. Su error –su desgracia, su infelicidad- es nuestra alegría, la alegría de haber corregido una falta, un bache, un hueco. En la historia mundial del conocimiento, una pequeña envidia pública es fácil de condenar y menospreciar; pero muchas –miles, millones, billones- envidias acumuladas, secretas o públicas, en el hormiguero de la competencia entre los hombres por saber más, por conocer más, por llegar más rápido (que el otro), es casi un elogio al progreso humano. ¿Por qué entonces considerar la envidia un pecado?
Como con la ira, nadie habla de romper el sistema legal. La codicia como robo es ilegal y para eso específicamente, además, hay un mandamiento. ¿Pero por qué condenar el sentimiento motivador, el ánimo previo? ¿Por qué un pobre que envidia al rico no debería hacer todo lo posible por salir de su pobreza? ¿Por qué un rico que envidia al pobre no debería ejercitar su humildad? ¿Por qué el científico debería retraerse de señalar la delirante teoría fallida del colega?¿No son maravillosas, acaso, esas ganas de desplazarse por el espacio, de curiosear y explorar con los tanques llenos de combustible envidioso? ¿La envidia no dibuja cada día un nuevo mapamundi? La verdad, tengo la grave sospecha de que condenar la envidia es proponer justamente lo contrario: la inmovilidad, el acatamiento, la resignación; obligarnos a ella es extirparnos el sentido de la rebelión: es admitir que nuestros destinos están esculpidos en piedra.
Llamé la atención sobre la “maledicencia” de San Agustín porque, aunque haya maledicentes de verdad y algunos actos verbales estén penados por ley, esta palabra es también una salida fácil cuando alguien lee algo que no le gusta. En política se escucha a cada rato (cf. “perro del hortelano”). La maledicencia, entonces, puede ser tranquilamente la crítica certera caída en terrible desprestigio. Y es natural que para combatirla la Autoridad –cristiana o cualquier otra de pensamiento vertical- pida a cambio humildad, benevolencia y alegría por el otro. ¿Qué sería entonces lo contrario de la maledicencia para enrumbarnos por el camino de la virtud? Pues yo diría que la adulación. ¿Existe algún mandamiento que proponga la adulación como virtud?
Por supuesto, es el primero: ‘Adorarás al señor tu Dios, y le servirás’.
Amar a Dios sobre todo: sobre la razón, sobre los argumentos y la lógica, no importa si te pidió matar a tu hijo o si él mismo manda morir al suyo. No importa si se equivocó, si la Tierra no es más el centro del universo o los dinosaurios jamás subieron al Arca. La adulación, la adoración, es la conducta de los hombres que quieren su ticket directo al cielo. ¡Cómo no adular al dueño de sus destinos! Extraña lista de mandamientos que consagra la adulación, pero condena la maledicencia nacida de la envidia o, en su versión secularizada, la crítica. ¿Qué proponen entonces aquellos que acusan de envidia al otro? Adular, por supuesto. Adula y la gloria será tuya. No por nada dicen que el Perú es un país de una profunda fe.
Ahora, también es posible que esté enteramente equivocado. En ese caso, nos vemos en el infierno. O en este blog, que es lo mismo.