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sábado, 1 de noviembre de 2008

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Leí Rebelión en la granja o Granja Animal o Animal Farm por primera vez en el colegio. Ayer la volví a leer creo que por tercera o cuarta vez, más o menos convencido de la vigencia de la fábula de George Orwell sobre una revolución que dio una curva de 360 grados para terminar exactamente donde comenzó. 

Mi edición trae un prólogo donde el propio autor explica que el referente directo de su pequeña novela es el totalirismo ruso, del cual apenas si se podía comentar con acritud en los años de la segunda gran guerra: la alianza anglorrusa, según Orwell, estaba obligando a los intelectuales ingleses a la autocensura. Su libro quería ser incómodo adrede. 

Pero más allá de la alusión directa -el cerdo Napoleon es Stalin y su contrincante, Snowball, Trotsky- mejor es leer el libro eliminando los guiños. O quizás comprender que en toda noticia alharacosa sobre una "revolución" siempre hay un Stalin y un Trotsky, un Napoleon y un Snowball. 

La historia es sencilla: los animales de la Granja Manor están hartos de los maltratos de los humanos y de pronto, casi sin siquiera pensarlo, dan un golpe liderados por los cerdos, los animales intelectualmente más solventes del grupo. Los seres humanos son espantados del lugar y desde ese entonces el animalismo se propone como doctrina, una que les promete a los animales gran libertad, mejores condiciones de vida y, sobre todo, trabajar solo para ellos en una autarquía económica donde todos serán iguales, con iguales derechos y obligaciones. 

Pero pronto empiezan los problemas. Si bien al inicio se intenta practicar una democracia incipiente con elecciones, Napoleón -un personaje sin ideas, pero con muchas ansias de poder- expulsa a su contrincante Snowball -el cerdo bienintencionado y utópico- de la granja con la ayuda de unos feroces perros entrenados especialmente por él. Desde ese instante, toda la granja funcionará al servicio del único líder, quien ser aprovechará de la ignorancia de los otros animales -que apenas si podían leer- y del atemorizante uso de su fuerza policial: los perros. 

Sin embargo, la pata más importante de la mesa dictatorial de la Granja Animal es la propaganda. Los animales son convencidos de propuestas que desafían toda lógica y empiezan a dudar, incluso, de lo que ven con sus propios ojos. Con el transcurrir del tiempo, Snowball pasa de ser un héroe al enemigo número uno y el principal culpable de todos los contratiempos del sistema y hasta de los fenómenos meteorológicos adversos. Los animales son obligados a vivir en un estado de constante paranoia, intoxicados de fábulas conspiracionales en las que Snowball busca siempre recuperar el liderazgo perdido. Pero Snowball es solo un fantasma, porque jamás se sabrá de él por el resto de la novela. 

En esta fábula, es el uso de la propaganda lo que más me llamó la atención. Campañas de desprestigio, loas desmesuradas al líder, animalismo patriótico exacerbado y amenazas de ser acusado de traición por pensar distinto, son las armas de la maquinaria de las palabras usada para mantener a los animales aturdidos y controlados. La lección parece sencilla, pero no lo es: el entusiasmo que enceguece y corta todo pensamiento escéptico es el caldo de cultivo perfecto para la aparición de las dictaduras, de los vendedores de sebo de culebra, de los que dicen combatir la injusticia solo para establecer un régimen más injusto aún. 

Esa sección final donde los cerdos, que ya caminan en dos patas, se vuelven de pronto indistinguibles de los humanos (en una especie de ruptura de las propias reglas de verosimilitud de la novela) es una de las cosas más impactantes que recuerde haber leído. Una lección más: hay que desconfiar de toda revolución y de los que gustan permanecer en el poder, cualquiera que sea, por mucho tiempo.

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