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viernes, 19 de diciembre de 2008

Levrero

Conocí al uruguayo Mario Levrero, seguramente como muchos en la blogósfera, a través de Puente Aéreo. La recomendación, en entusiasta post, fue de hace dos años, pero yo -que soy lento para las lecturas y, en general, para todo- recién cogí mi primer Levrero este año en una visita distraída al Virrey. Me encontré con tres o cuatro títulos, pero escogí el que me llamó más la atención justamente por el título: El discurso vacío (1996). Luego de leer la primera página -existe un método medio esotérico, medio en serio, que te lleva a reconocer una pluma sobresaliente solo leyendo la primera página- me convencí de que lo iba a disfrutar muchísimo. No me equivoqué. Es el mejor libro que he leído este año.

Una vez que se es el feliz cautivo de una recomendación toca ser el nuevo entusiasta que recomienda. Con Levrero la dinámica parece ser infalible: no sé si El discurso vacío es un típico "levrero", pero es casi imposible que no guste. Al inicio seduce esa cadencia pausada de la prosa, en donde hasta las palabras de uso corriente parece que tuvieran una densidad mayor a la normal. Pero al final lo que queda en la memoria -y lo que te hace llamarlo un maestro- es la inteligencia. El gancho narrativo de El discurso vacío es la historia-diario de un escritor que decide mejorar su carácter a través del mejoramiento de su caligrafía. Inicia una rutina de ejercicios, pero pronto se percata de que si presta demasiada atención a lo que escribe la letra se vuelve menos legible y el ejercicio, por lo tanto, "antiterapéutico". Su misión entonces es intentar una "escritura insustancial, pero legible". De ahí el título del libro, al menos en la superficie: este discurso vacío es una "operación casi opuesta a la literatura", especialmente porque se debe "frenar el pensamiento". A partir de ahí la introspección y el autoanálisis del narrador -con sus ejercicios y su vida doméstica, porque vive con una mujer y un niño- no son solo bocadillos deliciosos, sino realmente agua que irriga la flora cerebral. Si uno se sube al coche de Levrero siente que se vuelve tan inteligente como él.

Este post solo sirve para derivar a otro. En el blog argentino La lectora provisoria sus colaboradores han estado en onda levreriana la última semana. En un post de Carlos Cossi se comenta parte del libro "Conversaciones con Mario Levrero" aparecido este año en Uruguay. El tema discutido es "el gusto perverso". Para Levrero el gusto perverso es aquel que no puede ser defendido con argumentos y razones, pero que igual gusta, aunque en apariencia no sea el más elevado. En su caso, por ejemplo, Olmedo y Porcel. "Según Levrero la idea de gusto perverso es una herramienta conceptual válida en la tarea de discriminar entre el mejor y el peor arte", dice el reseñista. El tema, por cierto, es irresistible. ¿Está este libro en Lima?

El segundo post es algo parecido a este: una recomendación disfrazada de testimonio en la ruta al damasco literario. "Yo pasé parte del año obsesionada con Levrero, El discurso vacío y La novela luminosa se llevaron muchos días. Leí cada libro dos veces. Levrero se me convirtió en otra adicción, en un personaje más de mi vida", se cuenta. Pero sobre todo se habla del germen de La novela luminosa, el libro póstumo de Levrero. Vale la pena leer el post completo, pero termino éste citando lo que allí se cita, esperando a ver si finalmente me decido a escribir lo que me digo siempre que voy a escribir, valga la cacofonía:

“Temo recuperar la memoria de mí mismo. Temo perder la disciplina casi militar, que ahora tengo, y con ellas mis ganancias en dinero y, por qué no decirlo, en ciertas formas de salud: me despierto más temprano, más ágil, más interesado en cosas del llamado ‘mundo exterior’, con un talante más afable y sintiendo el cuerpo menos dolorido. Tengo ciertas alegrías y bienestares materiales que antes no conocía. También disfruto de algunos bienes materiales que antes no tenía ni creía posible llegar a tener, como, por ejemplo, una heladera eléctrica. Sin embargo, sé íntimamente que esas formas de salud son formas de enfermedad, porque todo lo que pueda estar disfrutando ahora tiene un tinte sospechoso, y un precio atroz. Este precio es algo bastante parecido al desprecio por mí mismo. Me estoy reprochando el haber claudicado como artista; fue anoche que encontré, y ya no creo en la casualidad, una frase de Bernard Shaw acerca del artista: ‘Debe matar de hambre a su mujer y a sus cinco hijos y hacer que su anciana madre de setenta años trabaje para él; todo, antes de claudicar.’”


Lo anterior es de El portero y el otro. A buscar más libros del uruguayo, entonces.

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