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viernes, 13 de junio de 2008

¿1984 o 2540?



A cada movimiento aparentemente autoritario o fascistoide de un gobierno -el peruano de hoy, por supuesto- un adjetivo sale rápido del cajón de sastre de la literatura: 1984ano u orwelliano. Gran hermano, crímenes del pensamiento, ministerios de la Verdad. Pero revisitando a Aldous Huxley uno se pregunta si la distopía elegida no es acaso la equivocada. ¿Por qué nos hemos olvidado de Brave New World o Un mundo feliz? Ahora, también cabría preguntarse si Un mundo feliz es realmente una distopía. No quiero enredarme con las terminologías ni sus complejidades: se convendrá que la distopía es lo opuesto a la utopía, o sea, una visión oscura de una sociedad hipotética, casi siempre futurista. Utopía = lindo; distopía = horrible. 

Spoiler alert hasta el final del post

Un mundo feliz apareció en 1932, muchos años antes que 1984 (1949), pero la última tuvo más suerte como la imagen del futuro por excelencia (es sencillo decir que Google es el Gran Hermano por venir, por ejemplo). Pero leyendo a J. G. Ballard una sospecha se confirma: Huxley fue mucho más profético que Orwell (¿no era 1984 una imagen del estalinismo, o sea, de su presente?). Es más, el mundo feliz ya lo estamos viviendo. 

Quizás tenga que ver con que fue nieto de Thomas Henry Huxley, el defensor acérrimo del darwinismo en el XIX victoriano. Los pilares de la sociedad perfecta que describe Aldous Huxley en Un mundo feliz -en el año 2540 de nuestra era- se basan en el control genético, sin usar esa palabra por cierto: la estratificación de la sociedad está milimétricamente diseñada vía la buena mezcla de óvulos y espermatozoides y, sobre todo, en la mitosis exitosa de algunos óvulos fecundados cuyo resultado es la replicación o clonación humana: el proceso Bokanovsky. No hay reproducción sexual. Todo es en laboratorio.

Esto último es lo esencial en el éxito de la sociedad del Estado Mundial. Al no haber reproducción sexual, no hay padres ni madres, y al no haber padres ni madres, las ideas de familia o pertenencia a un grupo, también desaparecen. También, claro, los celos sexuales: no hay posesividades de ningún tipo. En reemplazo, la sociedad perfecta, desde el nacimiento, le define un rol a cada uno de los seres incubados in vitro: unos serán Alpha (los mejores), otros Beta (los que siguen) y otros Epsilones (el escalón de más abajo). Como se entenderá es una pirámide, pero una pirámide sin opción de movilidad entre sus partes porque, y he aquí el truco, ninguno de los seres puede pensar otra cosa para lo cual no haya sido condicionado. No hay rebelión posible ni capacidad para el pensamiento crítico dentro de los márgenes del férreo acondicionamiento al que los habitantes del Estado Mundial son sometidos. En compensación, el Estado les provee todo y también la felicidad: sexo a raudales y el soma, una droga capaz de quitarte la depresión, la neurosis o cualquier síntoma de estrés. El soma se reparte como se reparten hoy condones. Obviamente, el soma es un protoprozac, un protozoloft. La represión toma esta forma: frente a cualquier pelea el Estado busca que los entes en conflicto al final se quieran a punta de soma. Fantástico.

Pero esta sociedad perfecta tiene un lunar: el Salvaje John. Recluido en una isla donde aún están muchos incivilizados como él -hoy diríamos los "no-contactados"-, que tienen madre y un mundo afectivo que los hace impulsivos e incontrolables, el Salvaje es traladado como curiosidad a la sociedad perfecta y en este choque cultural está toda la gracia de la novela. Vargas Llosa en un ensayo de La verdad de las mentiras habla sobre Un mundo feliz y menciona que la escena central es aquella de amor entre el Salvaje y una de las civilizadas protagonistas llamada Lenina. Mientras el Salvaje quiere un amor a lo Pandora, un amor del bueno, romántico y apasionado, la expeditiva Lenina -de medidas perfectas- solo quiere follar. El Salvaje, al no poder obtener lo que quiere, entra en crisis.

La verdad, no creo que esta sea la escena central. Un mundo feliz está construida con un lenguaje chispeante, irónico, que le va mucho mejor a las ideas que a las acciones. La escena central, en las últimas decenas de páginas, está en el encuentro entre el Salvaje y la máxima autoridad del Estado Mundial: Mustafá Mond. En este diálogo, todos los peros del Salvaje son respondidos con total elocuencia por Mustafá. En el debate Mustafá gana: no hay grietas en la sociedad perfecta. Las críticas del Salvaje parece que no provienen de la razón, sino de las emociones. Dice Mustafá:

Estar satisfecho de todo no posee el encanto que supone mantener una lucha justa contra la infelicidad, ni el pintoresquismo del combate contra la tentación o contra un pasión fatal o una duda. La felicidad nunca tiene grandeza.

Y así quizás lleguemos al contacto entre Huxley y lo que vivimos hoy: entre el pensar en grande, en ser exitosos, en no estar deprimidos, en no ser aves de mal agüero ni salvajes como un perro del hortelano, están los otros que siempre ven lo inestable, lo que anda mal, el conflicto y, quizás, los que reclaman el derecho a no cumplir con los supuestos sueños de opio de las metas grandes. A veces escucho a García y escucho a Mustafá. A veces recuerdo el lío del spot de la San Martín y me parece que entre los críticos se asoma la luz del Salvaje:

"Pues yo quiero incomodidad. Yo quiero a Dios, quiero poesía, peligro real, libertad, bondad, pecado."
"En suma -dijo Mustafá Mond- usted reclama el derecho a ser desgraciado."
"Muy bien, de acuerdo -dijo el salvaje, en tono de reto-. Reclamo el derecho a ser desgraciado."

Al final el Salvaje se cuelga.





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