Nunca leí los cómics de Superman, pero sí he sido un entusiasta de las dos primeras películas de Superman, más por una cuestión generacional que de estricto gusto. Recapitulando a la velocidad del rayo: en la primera película Superman salva al mundo de la bomba de Lex Luthor y da vueltas alrededor de la Tierra para resucitar a Lois Laine, ya muerta. En la segunda, Superman debe hacer frente a dos superhombres igual que él y a una supermujer, vestidos de látex negros los tres y muy malos también. Los derrota haciendo uso de un ardid: les quita los poderes haciéndoles creer que el rayo de la impotencia -la muscular, no la sexual- está cayendo sobre él.
Sobre la segunda película me quedé siempre con esta inquietud de aguafiestas: el mundo hubiese estado mucho mejor si ninguno de los superhombres la pisaba jamás. Porque de no ser por Krypton, Superman no hubiese llegado a la Tierra; y, de no ser por Superman, los tres supermalvados jamás hubiesen aterrizado por aquí: es una hazaña supermaniana la que tiene como consecuencia la liberación de los ex-condenados. Jor-El -el padre de Superman- hizo un pésimo cálculo con el regalo en pañales que donó a la Tierra. Gracias a su gran egoísmo paterno y a sus muy ensoberbecidas ansias de salvar su progenie provocó un desbarajuste tal en la vida terrestre que casi la condena a la destrucción. Una de las imagenes más imperecederas de la segunda película es ver cómo Superman y los tres malvados en látex negro se enredan en una batalla callejera en pleno centro de Metrópolis, rompiendo vidrios, desmoronando techos, volteando autos y buses y haciendo volar un gigante anuncio de Coca-Cola en miles de brillantes pedazos, ante la mirada atónita e inútil de los terrícolas que solo pueden hacer una cosa: correr como ratones.
Siguiendo esta imagen tan perturbadora cabe entonces preguntarse: ¿es necesario tener a un Superman? ¿Es imprescindible que tengamos a alguien que concentre tantos superpoderes? ¿Es acaso insoportable la vida en la Tierra sin el hijo de Jor-El?
Es curioso, pero un superhombre solo tiene sentido si existen supervillanos. Solo en ese caso la equidad y un saludable espíritu de la proporción y el equilibrio bélico nos hace respirar en tranquilidad. Pero sin supervillanos, Superman no solamente sería un paria solitario encargado de atrapar dos o tres ladrones de poca monta, bajar gatos asustados de los árboles o pasear a la novia por los aires para causar una gran impresión en la cita -el superpene es débil-, sino que también se convertiría en un inquietante botín para la política circundante: si Superman está de tu lado, tu lado tiene todas las de ganar. La lección en dos fórmulas entonces: Superman + Supervillanos = todo relativamente bien (aunque con la ansiedad de que cada pelea entre ellos cause un desbarajuste); Superman solo = señal de peligro. O, en palabras menos eufemísticas y más políticas = peligro de imperialismos o dictaduras.
Sin embargo, para evitar un grave desequilibrio apocalíptico con un Superman solitario en constante masturbación en un universo sin gravedad, el hijo de Jor-El tiene un límite (sin duda, una decisión sabia de los autores): no puede mentir. Superman tiene un férreo sentido ético de las cosas acorde con sus ilimitados poderes. La Tierra -en teoría- puede respirar en paz.
Pero ese límite, esa especie de ley casi como salida de las tres leyes de la robótica de Asimov, es solo ficcional, inventado, ensoñado. Porque si nos pusiéramos a pensar en el asunto y ante la perspectiva de un Superman en la vida real, es decir, de un ser humano que concentrase desproporcionadamente algún tipo de poder, yo diría que un personaje así relajaría mucho su sentido ético de las cosas, mentiría como se le diese la gana, se acomodaría según soplen los vientos y, si un día estuvo recibiendo una distinción del Presidente, nada impide que al siguiente no esté juntando palmas con Luthor o con los hombres vestidos de látex negro. Un Superman en la vida real -valga esta figura tan hiperbólica- sería un tránsfuga por naturaleza. ¿Por qué? Porque no tendría bando, estaría y se sentiría por encima de todos, planeando como un buitre de capa azul a la espera del momento del aterrizaje y del picoteo. Un Superman de la vida real -o quizás, para ser más justos, aquellos con complejo de Superman de la vida real- no se contentaría solo con Lois Lane. Un Superman de la vida real -desesperado porque los terrícolas lo quieran o lo necesiten- se inventaría supervillanos cada semana.
La ficción nos hace creer que mientras más poderes tenga un ser más ético se vuelve. La realidad nos enseña todo lo contrario: porque la historia de la humanidad es una constante lucha para evitar la existencia de supermanes, una constante pelea para lograr el equilibrio, la justicia, y quizás, para desbaratar la idea de que existen seres humanos más "súper" que otros. En todo caso, la historia de la humanidad que yo resaltaría es aquella que desdeña que el sujeto que puede doblar una barra de acero sea el que tenga el poder de decidir sobre el bien y el mal. ¿Alguna vez vieron a Superman argumentando en una mesa de debate? ¿Acaso es ése su hábitat natural?
Me alegra saber que Superman es solo parte de la ficción. Una vez desaparecido -es decir, una vez que apagamos el DVD o salimos del cine- solo resta seguir trabajando, con humildad, seguros de que la vida no viene en blanco y negro, metiendo la pata por aquí, un poco por allá, rectificándose si cabe, corrigiendo siempre, avanzando dos pasos, retrocediendo uno, pero con la convicción de que la verdad -o lo más verdadero- está en algún lugar. No, no necesitamos ningún Superman. Qué alivio que no existan.