Cada año me vuelvo un visitante más fantasmal a las ferias de libro hechas en Lima. Hay varias razones: al vivir en Miraflores visito librerías casi todas las semanas; las ofertas en feria nunca son lo suficientemente atractivas como para que la adrenalina de la compra me tome por asalto (además que las ofertas de las temporadas feriales suelen hacerse en los locales habituales por igual, lo que hace algo redundante una vista a la feria); me sigue espantando que los libros sigan siendo caros, a pesar de que no pagan IGV (excepción hecha de algunos libros peruanos y, excepción dentro de la excepción, los libros peruanos de corte más comercial, con más prensa y, casi por regla general, escrito por algún famoso de la TV).
También podría mencionar que el mensaje apostólico de una feria puede resultarme (a mí) reiterativo: por ejemplo, las actividades que reúnen a autores conectándose con el público en vivo son en su mayor parte celebratorios, más bien dirigidos a convencer a los escépticos que los libros pueden ser universo tangible, real, tan importante como la vida misma. No me siento parte de ese grupo. Es decir, nadie me tiene que convencer de que los libros -apelo por convención a la generalidad del sustantivo, aunque sé que es un error ver una esencia en el término- son indispensables. Con feria o sin feria, eso ya lo sé. Con todo, eso no me evita apreciar el gran impacto -lo experimenté en su momento- que puede tener para un niño o un adolescente la imagen de un vórtice de puestos atrayendo tantos lectores. Ni qué decir del gran impacto que puede tener una feria en lugares -barrios, distritos, ciudades- donde no existen librerías y donde no sea una costumbre salir a comprar libros, tal como se sale a comprar zapatos o un vestido.
Por supuesto, no se culpe a nadie de olfatear con destreza el terreno fértil para los negocios o de colocarse sobre la espalda los sacrificios de un mercado difícil. De no ser por los famosos, o por las visitas ilustres, o por el entusiasmo marketero de los libreros, los libros seguirían siendo elementos medio alienígenas en los estantes de las casas peruanas, asuntos solo de colegio, de curso universitario, de referencia rápida o de recetario de cocina. Las cosas desde que empecé a leer con cierto vago criterio de que algo importante estaba en juego entre las páginas de un libro -trece o catorce años- han cambiado muchísimo. Y, sin duda, con respecto a la oferta -en singular, no a las "ofertas" en plural, que siguen siendo poco estimulantes- la dinámica es ya un círculo virtuoso: las ferias son parte del calendario del ciudadano limeño, éste las espera con entusiasmo y, por lo menos en la últimas ediciones, la asistencia es masiva.
¿Qué es lo que falta? Lo que falta creo es relajar un poco la relación que hay entre un libro y el dinero que cuesta. Es decir, si ese primer tramo del viaje de un libro que va de la editora a la manos del consumidor está muy bien delineado y explícito, el segundo tramo -el de la lectura- es aún un terreno gaseoso, medio invisible y poco discutido. Tengo la impresión de que el evento ferial tiene los ojos puesto en la cosa -el libro- y no en la actividad -la lectura-. Es algo que puede constatarse en la prensa peruana. En los días de lanzamiento de un título llamativo o interesante pueden leerse muchas notas hechas a los autores, entrevistas, y hasta parabienes. Después del lanzamiento el nivel de discusión sobre aquellos títulos no existe. O existe muy poco, en espacios cada vez más reducidos, en páginas culturales que apenas si tienen interés en intercambiar ideas sobre conclusiones de lectura, planteamiento de polémicas o puntos de vista contrapuestos. Internet y los blogs no han mejorado mucho la situación: más allá de esfuerzos solitarios y siempre admirables de lectores profesionales o amateurs, es un hecho que como sociedad lectora andamos más preocupados por la novedad, el saludo, el cóctel imaginario que celebra la aparición de un libro como un bebé recién nacido, la buena suerte, el premio, la distinción o la palmada en el hombro. Eso está muy bien. Pero para eso no voy a librerías. De nuevo, no se culpe a nadie, pero el sesgo constantemente "ferial" que tiene la información sobre los libros a nivel local da la impresión de tener los ojos puestos solamente en el bolsillo, en la renta tangible. ¿Acaso hay espacio en la prensa para lo que no represente una ganancia concreta? Pues parece que no y menos si el dinero es ajustado. En un país con niveles de lectura bajísimos y con una exclusión tal que las librerías fuera de la provincia de Lima -y, dentro de ella, fuera de algunos distritos- se cuentan con los dedos de una mano -lo que es un espanto- dejar la lectura solamente en manos del intercambio comercial no parece que vaya a cerrar esas brechas. Un esfuerzo mayor es necesario.
Por supuesto, no se culpe a nadie de olfatear con destreza el terreno fértil para los negocios o de colocarse sobre la espalda los sacrificios de un mercado difícil. De no ser por los famosos, o por las visitas ilustres, o por el entusiasmo marketero de los libreros, los libros seguirían siendo elementos medio alienígenas en los estantes de las casas peruanas, asuntos solo de colegio, de curso universitario, de referencia rápida o de recetario de cocina. Las cosas desde que empecé a leer con cierto vago criterio de que algo importante estaba en juego entre las páginas de un libro -trece o catorce años- han cambiado muchísimo. Y, sin duda, con respecto a la oferta -en singular, no a las "ofertas" en plural, que siguen siendo poco estimulantes- la dinámica es ya un círculo virtuoso: las ferias son parte del calendario del ciudadano limeño, éste las espera con entusiasmo y, por lo menos en la últimas ediciones, la asistencia es masiva.
¿Qué es lo que falta? Lo que falta creo es relajar un poco la relación que hay entre un libro y el dinero que cuesta. Es decir, si ese primer tramo del viaje de un libro que va de la editora a la manos del consumidor está muy bien delineado y explícito, el segundo tramo -el de la lectura- es aún un terreno gaseoso, medio invisible y poco discutido. Tengo la impresión de que el evento ferial tiene los ojos puesto en la cosa -el libro- y no en la actividad -la lectura-. Es algo que puede constatarse en la prensa peruana. En los días de lanzamiento de un título llamativo o interesante pueden leerse muchas notas hechas a los autores, entrevistas, y hasta parabienes. Después del lanzamiento el nivel de discusión sobre aquellos títulos no existe. O existe muy poco, en espacios cada vez más reducidos, en páginas culturales que apenas si tienen interés en intercambiar ideas sobre conclusiones de lectura, planteamiento de polémicas o puntos de vista contrapuestos. Internet y los blogs no han mejorado mucho la situación: más allá de esfuerzos solitarios y siempre admirables de lectores profesionales o amateurs, es un hecho que como sociedad lectora andamos más preocupados por la novedad, el saludo, el cóctel imaginario que celebra la aparición de un libro como un bebé recién nacido, la buena suerte, el premio, la distinción o la palmada en el hombro. Eso está muy bien. Pero para eso no voy a librerías. De nuevo, no se culpe a nadie, pero el sesgo constantemente "ferial" que tiene la información sobre los libros a nivel local da la impresión de tener los ojos puestos solamente en el bolsillo, en la renta tangible. ¿Acaso hay espacio en la prensa para lo que no represente una ganancia concreta? Pues parece que no y menos si el dinero es ajustado. En un país con niveles de lectura bajísimos y con una exclusión tal que las librerías fuera de la provincia de Lima -y, dentro de ella, fuera de algunos distritos- se cuentan con los dedos de una mano -lo que es un espanto- dejar la lectura solamente en manos del intercambio comercial no parece que vaya a cerrar esas brechas. Un esfuerzo mayor es necesario.
Y es un esfuerzo que va a tener que ser -por el momento- gratuito, aunque eso -según reza el consenso- afecte principalmente a los profesionales de la lectura, cada vez menos convocados en la prensa. Es verdad que hay gente que lee mejor que otra, es verdad que hay gente entrenada para leer con criterios rigurosos, pero eso no quiere decir que cualquier persona no tenga derecho a aventurarse en una lectura, dejarse empapar por ella, discutirla y dejar sentado un punto de vista que, sin duda, será único. Es más, diría que si esa posibilidad no existiese, la lectura como actividad cotidiana no tendría sentido. Si la lectura no estuviese al alcance de todos ya no podríamos decir que su experiencia puede ser transformacional. Un libro no cambia la vida. Lo que la cambia es la constante lectura y la constante interpelación de las lecturas. Lo que la cambia es entender que si Fulano entendió A, Mengano pudo entender B y explicarse el por qué de esas diferencias. Por lo menos, sé que conmigo ha funcionado así. Y ha funcionado así, en su abrumadora mayor parte, fuera de las discusiones de un salón de clase.
Sería bueno entonces que, adjunta a la idea "ferial" en los asuntos de los libros, también se insistiera en la idea de las bibliotecas. En la feria uno consigue el libro comprándolo. En la biblioteca uno se los presta bajo un pacto de confianza. Es un bonito desplazamiento. Quizás sea ese sentimiento del "préstamo" -como la imagen del testigo colocado en la palma de otra mano- lo que me inspira a seguir adquiriendo libros -más libros de los que sin duda podré leer- con la seguridad de que cuando me muera quedarán para el uso, el disfrute y el beneficio de los que me siguen, quizás un hijo, un hijastro, o una hijastra. Claro, lo que para un individuo puede ser el sentimiento bonito de dejar un legado, para una comunidad, una sociedad o un país, debería ser una obligación moral. En eso habría que insistir.
Pero si la creación de una biblioteca demanda especialistas (aquí un link a una columna de Alonso Cueto criticando con justa razón la idea gubernamental de los libros donados, texto que en algún momento me inspiró un post que dejé a medias), hay pequeños pasos que cada uno podría hacer por su cuenta, nuevamente bajo el buen viento de la gratuidad y el desinterés. Por ejemplo, sorprende que la gente no tenga como costumbre espontánea reunirse para leer un texto y discutirlo, tal como si se reuniera para tomar unas cervezas. Me sorprende que en internet uno no pueda encontrar poemarios peruanos enteros en PDF colgados en alguna parte, considerando la ingente cantidad de poemarios que existe y que podría estar al alcance de todos en vez de seguir en condición de inhallables refundidos en el anaquel más arrinconado de una librería. Me sorprende que no haya más "audio-libros" que podrían ser muy útiles a invidentes o, en general, a cualquier persona que prefiera escuchar un texto en vez de leerlo, ya sea por comodidad o por necesidad (y es algo que me encantaría aprender a hacer porque disfruto mucho leyendo en voz alta). Me sorprende que la gente, luego de la universidad, deje de leer, como si fuese una molestia. Sí, ha habido un gran cambio -y positivo- en nuestra cultura comercial de los libros. ¿Pero es posible diferenciarla de una cultura de la lectura?
Todo lo anterior podría resumirse en esta pregunta: ¿a qué nos referimos finalmente cuando hablamos de fomentar la lectura? ¿Qué es finalmente leer? ¿Comprar el libro? ¿Leer el libro? ¿O intercambiar opiniones luego de leído el libro? Un libro no merece reverencia. Lo que pide es interpelación.
Por eso mismo, ahora que ya fui a la librería o a la feria a comprar mi libro me pregunto: ¿y ahora qué?